Afganistán ha sido, desde tiempos inmemoriales, un problema para las sucesivas potencias extranjeras que han ido ocupando su territorio a lo largo de su historia. Deseado, pero a la vez odiado por todos, Afganistán es, probablemente, el mayor avispero humano de la tierra. Ya en los años ochenta la Unión Soviética tuvo que asumir el fracaso en su misión de tratar de convertir el país en otro estado comunista más de su bloque. En la actualidad, y tras veinte años de costosa invasión, es Estados Unidos, y en general el mundo occidental, quien debe reconocer el fracaso de la misión allí desarrollada.

Las potencias occidentales, por lo tanto, deberían reflexionar al respecto. ¿Qué ha fallado para que, tras dos décadas de dilatada misión que ha ido más allá de lo militar, todo se haya venido abajo como un castillo de naipes? No existe un solo factor que explique el desenlace. En primer lugar, el ejército norteamericano ha sido, en muchos casos, poco cuidadoso, agresivo, y pésimo guardián de la sociedad civil. Durante estos años son centenares las víctimas civiles inocentes que se cuentan derivadas de operaciones militares fallidas. Esto y la falta de sensibilidad y empatía por parte de las potencias ocupantes han dado argumentario y combustible a los renacidos talibanes.

En segundo lugar, más allá de lo militar, el impacto de la invasión extranjera ha sido discreto. Desde los estados invasores la mayor preocupación ha sido la de establecer un sistema político democrático amparado en elecciones libres, un poder judicial moderno y una clara separación de poderes. Sin embargo, pocos cambios se han producido en cuanto a lo que mejora en las condiciones y nivel de vida de la población afgana se refiere. Más allá de unas cuantas escuelas (principalmente femeninas), algunas infraestructuras básicas relacionadas con los sistemas hidráulicos; y unas pocas carreteras, el legado de veinte años de ocupación es muy escueto.

Ningún régimen político puede sobrevivir mucho tiempo si su acción de gobierno no supone un progreso patente en la calidad de vida de la gente. Una democracia, tampoco. En Europa lo vimos en los años veinte y treinta del siglo pasado; en Vietnam durante los años sesenta, y en Irak y Afganistán en los días que vivimos. Pero cabe una solución: aprender en el futuro de los errores del pasado.

 

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