Ethan y yo nos conocimos en el 2 a.C (antes de Covid), y hará unos días me topé con él en la calle. Sorprendiome reconocerlo con la cara de macaco resacoso que llevaba, similar a un C.Tangana de portada discográfica, sin contar con una mascarilla negra ornamentada por rosas rojas que le ocupaba más de medio rostro; sus dientes, cuadrados y algo separados, son una marca de fábrica sin la que uno no se termina de creer estar de palique con él. Tras el saludo, Ethan bajó esa horterada de mascarilla tan molona, y allí estaban, blancos y relucientes, esos piños de un cruce entre caballo y ardilla con los que sentí la conexión de tiempos pasados y mejores. Ya cómodos, recordamos aquella velada pre-Covid donde la jarana se paseó coqueta y vacilona ante nuestras narices, y yo, ya que estábamos, plantados como pivotes en mitad de la calle Mayor, le pregunté: «¿Sigues en lo mismo?», a lo que él respondió «Bah, sí, de vez en cuando», y dado que tenía que escribir este artículo le pedí cita para el lunes. Ethan, un joven corriente, simpático y bonachón como la maja de Goya, se hizo chapero ante la precariedad, y su historia, igual que la de tantos otros que se deslizan a nuestra vera diariamente, merecía estos párrafos.

  Uno ve a Ethan y se encuentra a un chaval risueño, moreno, aficionado al deporte, hecho comprobable en sus trabajados brazos, y a la cerveza, hecho que también se intuye en su tímida aunque abultada tripa, pero uno no piensa en el joven infame que, como me dice al abrigo de los primeros ventarros de la tarde y un par de tercios, se dejó su primer sueldo en «putas y cocaína», frente a la indigestión que le produjo verse con mil quinientos euros en la cuenta. «Acababa de tener mi primer trabajo como recepcionista y estaba que no sabía que hacer con ese dinero. Yo nunca había tenido tanta pasta, y como el primer mes todavía vivía en casa de mis padres, no me dio por pensar que se me iba a acabar el sustento». Ethan, tal que mucho otros, confiaba en la seguridad de su empleo, en la perspectiva de un futuro cercano blindado por la opulencia y una cuenta de ahorros estable. «Pero después de dos meses, me echaron. No recuerdo bien por qué fue, creo que una reestructuración o una cosa parecida. Vamos que, de pronto, y justo habiéndome ido a vivir con un colega, me quedé a cero por el ritmo de vida que llevaba. Ya imaginarás que mis padres sabían que había ganado esa pasta, y no supe decirles que me lo había dejado todo en vicio, si se lo hubiese dicho supongo que la cosa habría sido distinta. La cosa es que no podía decírselo, me habrían matado, así que busqué otro trabajo por todos lados. Amigos e internet sobre todo, pero es que ni de reponedor conseguía nada. Al final, y cuando mi colega ya me pidió la pasta del mes que le debía del piso, no se me ocurrió nada mejor que poner un anuncio en internet de acompañante. Joder, pensé, si yo lo he hecho, seguro que hay tías que también lo hacen».

  Al decirme esto no puedo evitar un gesto interrogativo. Prostituirse para conseguir dinero no parece la opción siguiente a la de la precariedad laboral, entiendo que casi todos hubiésemos pensado antes en pedírselo a alguien, primordialmente a la familia, o en recurrir a instituciones o ayudas sociales, pero no todos venimos del mismo abrevadero, ni tampoco nos habríamos gastado el primer sueldo en «putas y cocaína», así que pensé en aquella frase de Ernest Hemingway que decía: «Como escritor no se debe juzgar, sólo se debe entender», y proseguí mi interrogatorio.

  Ethan descubrió, como según me confirma despachando ya el final de su cerveza, que en el mundo de la prostitución masculina las mujeres son más exquisitas y existe una dilatada oferta respecto a una demanda más bien vergonzosa y selecta. «Las mujeres con las que yo trabajé eran en su mayoría tías de mediana edad, solteras o divorciadas y, salvo una chica joven un poco pirada con la que me eché unas risas, ninguna tenía menos de cuarenta. Yo esperaba las típicas ejecutivas, ya sabes, tipo peli, pero estuve investigando y esas los piden en plan perfectos, de calendario, y además son cuatro». No me sorprendo, la prostitución no sólo no está exenta de clasismo, sino que tal vez sea una de sus más fuertes características.

  Ethan pide otras dos birras y empieza a preguntar por mí, por mi vida y mis amores. Le corto tajante, soy un profesional, o al menos intento parecerlo, acabada la entrevista ya le contaré batallitas, de momento le toca pringar a él. Llegamos a una parte escabrosa del relato, tal vez por eso intenta que le dé cuartelillo. Ethan, ante unos ingresos elevados pero insuficientes -sus características físicas no parecen las óptimas para las mujeres frente a tanto bomboncito – decide probar con hombres. «Yo creía que era hetero, vamos, estaba seguro, pero lo pensé dos veces y me dije que sólo era trabajo. Si es trabajo, no es por gusto, la cosa cambia». Desafortunada, o afortunadamente según se mire, el principal atributo de la prostitución es el «gusto», la «satisfacción» y a Ethan no le hicieron falta demasiadas mamadas en la zona de ambiente para darse cuenta de que aquello no le disgustaba. «Empecé con un par de tíos que no estaban mal, en el ambiente gay te fliparía la cantidad de tíos que, aun pudiendo ligar, les mola pagar por chuparla o que se la chupen». No me flipa demasiado. La testosterona masculina es bastante animal, y a los hombres, en general, no se les ha enseñado demasiado a controlarla. «Total, que bueno, cómo te conté aquella noche, pues empecé a anunciarme en páginas de tíos y ahí, ahí sí que empecé a sacar pasta. Encima me lo pasaba bien, la verdad. No me encontré con ningún problema». Suponemos que Ethan tuvo suerte, suerte de la buena y en varios frentes. La primera, no encontrarse a ningún agresor, ningún sádico hijo de puta aficionado a la violencia no consentida, segundo, ser un hombre, es de sobra consabido que las mujeres se exponen a un mayor grado de riesgo al practicar la prostitución que los hombres, y lo tercero, y tal vez lo más importante, en el fondo Ethan sabía que tenía poder de decisión, opciones. Bien, se metió en aquel embolado por no alarmar a sus padres, pero ningún comentario me invita a pensar que se trate de una familia ni desestructurada, ni asquerosamente pobre, y además contaba con documentación española y, resumiendo, Ethan gozaba de potencialidades que le permitían ni tocar fondo, ni rebozarse en él. El tipo no es tonto, sabe perfectamente que, aun incluso dentro de la mala prensa de su actividad, ha sido un privilegiado. «A ver, yo te digo que lo he gozado, pero no todo es así. Fijo que más de uno se ha encontrado con cien mil putadas, y ya no hablemos de los que sufren la trata y esas cosas, ahí no hay discusión». Y ahí Ethan tiene razón, discusión no hay.

  Me sorprende que hable de los demás prostitutos y prostitutas cómo sujetos completamente ajenos, le pregunto al respecto. «Claro man, yo pongo mi anuncio y me llama quien quiera. No he hecho ni despedidas de soltera, ni he pisado calle, ¿cómo voy a conocer a otros?» Alzo las manos, claro, joder, yo pensaba en sindicatos del vicio con seguridad social, vacaciones pagadas y hasta jornadas de convivencia en el campo. Nada de eso. El individuo es más libre y discreto en soledad; tiene menos fuerza, sí, pero mientras mantenga el tipo pedir ayuda, ya no digamos colaboración, es de hippies y comunistas. Por si fuera poco, Ethan no se considera chapero, ni prostituto, por no considerarse no se considera ni maricón, ni gay, ni bisexual, él hace un poco lo que le viene en gana, y digo yo que algo se está perdiendo por el camino cuando aquellos quienes deberían definirse para empatizar con sus semejantes se alejan de ellos, no sé bien si por autoaversión, o por vergüenza.

  Ethan me viene ahora con la misma cantinela con la que me vino en la susodicha fiesta a.C; aspira a hacerse un hueco en la fotografía erótica. Han pasado dos años desde que ya intentó provocarme con sus proyectos, y ahora vuelve a la carga con nuevo material. Veo el percal. Autorretrato todo, igual que la última vez, demasiado contrapicado de su pene y su culo, todo sea dicho, de muy buen ver ambos. Si no fuese por unas curiosas y bien dispuestas luces de neón, parecerían las fotos de un salido en Tinder o Grindr. Dedícate a otros menesteres Ethan, pienso matando por fin el segundo tercio, pero con los años cada vez miento mejor. «No está mal colega», le digo, «juega con esas luces, tal vez encuentres un lenguaje». Sí, el lenguaje de un sordo mudo manco, comento para mis adentros; la bondad es un atributo muy poco sincero.

  En resumen, que Ethan está de nuevo jodido. La Covid le ha reducido las horas, y eso que trabaja en la limpieza de un cuartel militar, curro asegurado, así que una vez más ha vuelto a poner los anuncios. «Ahora tengo un par de chatis y tres tíos que más o menos manejo. Los tíos me siguen llamando más, y, hombre, no todo es plato de buen gusto, ¿pero que otra cosa nos queda?» Eso digo yo Ethan, ¿qué otra cosa nos queda? Dicen que el oficio más antiguo del mundo está profundamente arraigado en el patriarcado, no es mi intención negarlo, pero las raíces en la jerarquía masculina son las de una margarita en comparación con la raigambre de pino de esta profesión en las desigualdades económicas. Raras serán las veces en las que uno se lo monte con un profesional del sexo adinerado. No niego que se produzca, tal vez más de lo que imaginamos, pero me juego financiarle a Ethan su carrera de fotógrafo a que la proporción me favorece en esta apuesta.

  Ethan es un joven cualquiera, el síntoma de una enfermedad que muta más rápido que la gripe, y va plantando los cadáveres de sueños y buenas vidas como Marco Licinio Craso plantó Espartacos camino de Roma en la película de Kubrick. Y si en ella todos era Espartaco, no es descabellado decir que en la película que vivimos ahora muchos son Ethan. Cierto, él no se ha sacrificado por ninguna libertad, por eso no vamos a victimizarle o convertirle en el héroe que no es; Ethan, como aquellos que se topan en el camino de sus obligaciones con situaciones extraordinarias, sólo quiere ir a su ritmo, cumplir con su impulso de supervivencia y esperar tiempos mejores. El resto, siendo consecuentes, deberíamos respetarle, desearle buena suerte y, en la medida de lo posible, evitar que el mundo olvide que existe. Justo lo que he hecho yo.

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