He de confesar que me ha costado encontrar un tema para este artículo. Tenía muchas cuestiones en mente, incluso había comenzado un borrador sobre algo completamente distinto, pero no me convencía. Hasta que, el otro día, Twitter me dio la solución.

La red social del pajarito es mina de oro y campo de minas al mismo tiempo. De un tiempo a esta parte, se ha convertido en un lugar donde lanzamos opiniones y exabruptos a diestro y siniestro, sin filtro ninguno. En Twitter no se hacen prisioneros así esté citándonos la madre que nos parió. Hay quien busca una ventana para expresarse; otros, un escaparate para llamar la atención. El caso es que, para bien o para mal, de vez en cuando aparecen auténticas joyas, como la que da origen a estas líneas.

En un lugar de la Mancha

Una usuaria manifestó su indignación por la ignorancia que gente, decía, «con formación universitaria», manifestaba sobre la obra cumbre de la literatura española: El Quijote. Según la susodicha, cuando propuso a su amiga embarazada el nombre Aldonza para el retoño, nadie en la sala lo reconoció ni lo había escuchado nunca. Esto le escamó, pues Aldonza (Lorenzo) es la amada del Quijote, a la que él llama Dulcinea del Toboso. Un personaje importante en la novela, vaya.

El tuit de marras levantó, para sorpresa de absolutamente nadie, un auténtico polvorín. Las respuestas y los citados se llenaron de paisanos repitiendo las mismas ideas: no he leído El Quijote, los clásicos están sobrevalorados, lo he leído pero no me acuerdo, etcétera. Hasta aquí, nada que objetar. Estoy de acuerdo en que el tuit es pretencioso a más no poder. Por otra parte, tener un título universitario no te imbuye automáticamente de un conocimiento universal. Básicamente, la cultura general que no se haya adquirido durante la educación básica no se va a obtener en una educación superior que es aún más específica. Además, estamos asumiendo que cualquiera con carrera universitaria es inteligente o cultivado; Dios nos libre.

El problema viene con las reacciones que muestran un «manifiesto desprecio», como decimos en Derecho, por el conocimiento. Ya no es por qué tengo que leer los clásicos, sino ¿por qué tengo que saber que existen? La pregunta en abstracto tiene delito: ¿para qué necesito el conocimiento? Y lo más hiriente es que esta apología de la ignorancia es jaleada y valorada, refrendada por muchos, pisoteando la cultura con una sonrisa en la cara.

Pero incluso en la estulticia hay matices, y esta fobia al conocimiento tiene, en líneas generales, dos grandes escuelas. La primera es la fobia absoluta: esa parcela del saber no me interesa, luego merece no solo mi desdén, sino el de todo el universo conocido y por conocer; es un conocimiento irrelevante y estúpido. Se trata de una postura ignorante en sí misma, pues resta valor a todo aquello que ignoramos, cuando seguramente lo tenga; quizá, incluso, sea más valioso que lo que conocemos. Especialmente triste es cuando esta fobia se manifiesta dentro de un mismo campo: ver a una estudiante de filología hacer alarde de ignorancia de El Quijote me rompió el corazón. Yo soy ignorante en muchísimas cosas, y buena parte de ellas no captan mi interés, pero jamás se me ocurriría despreciar ese conocimiento porque cualquier conocimiento tiene valor en sí mismo.

Y esta última premisa nos lleva a la segunda escuela: la fobia relativa o, mejor dicho, utilitarista. Esta corriente desprecia todo saber que no le reporte ningún tipo de provecho, como si el acumular conocimiento no fuera un beneficio per se. Lo que no es útil, se desprecia, porque no aporta nada productivo. De este modo, ¿para qué va a querer un cirujano saber de literatura, si Quevedo no le sirve para operar mejor?  Se trata, en realidad, de la cristalización del modelo capitalista: solo tiene valor lo que genera un beneficio tangible.

El saber no ocupa lugar, pero el aprender ocupa tiempo e interés

Absoluta o relativa, la fobia al conocimiento es una auténtica lacra para el ser humano. Significa rechazar la cualidad humana por experiencia: la razón, el saber, la cultura. Todos los avances de la humanidad han estado impulsados por el conocimiento, por querer entender lo que nos rodea y, al identificar problemas o defectos, intentar solucionarlos. Hablar de conocimiento útil e inútil, por otra parte, supone un insulto a la idea misma de conocimiento, porque la riqueza intelectual no debe ser un medio para otros beneficios más mundanos, sino un fin en sí misma. La persona cultivada es la persona que se ensalza, que crece y se desarrolla, que accede al auténtico potencial de su mente y, por ende, está en plenitud.

Yo esto lo aprendí gracias al conservatorio. Una década de formación cambió mi manera de escuchar música; al comprender por qué cierta combinación de sonidos me transmitía ciertas sensaciones, disfrutaba mucho más y mis horizontes quedaban ampliados. Y es que no hay pregunta, ni respuesta, con mayor fuerza para el ser humano que «por qué».

El saber no ocupa lugar, y eso es una enorme suerte. El dios nórdico Odín lo sabía, por eso dio su ojo izquierdo para acceder a la infinita sabiduría del Pozo de Mimir. Si me preguntan, me parece un precio muy barato. Sin embargo, no somos dioses aunque a veces lo creamos, y el aprender sí ocupa algo: tiempo e interés. Y bastante corto es el primero como para mutilar el segundo.

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