Somos la generación triste con fotos felices. Y ya no puedo más. Seguramente tú tampoco. Estoy cansada de estar pendiente de ver qué filtro me hace más guapa, me quita los granos de la cara o me da brillo a los ojos. De que tengan que mostrar que todo ello no es real y, aunque no deja de ser necesario hablar de los cuerpos y de las caras sin estos, yo ya lo sé y sigo consumiéndolo.

Me rindo ante todo ello. Me siento en deuda con la subida de stories o posts que hablen de lo supuestamente feliz que soy cada día, mientras me puede la incertidumbre, la inseguridad y se me agita el corazón al no saber quién soy ni hacia dónde quiero ir.

Nos pasamos media vida viviendo y retratando cada momento. Soy partidaria de hacerlo porque una bonita manera de recordar es echando la vista atrás gracias a fotografías y vídeos. Pero me paro a pensarlo y me produce escalofríos. Seguramente, en muchas de las instantáneas alguien no era feliz en ese momento y, en cambio, se mantuvo quieto durante diez segundos mientras se hacía la foto y se repetía por si acaso. Sonreía sin querer hacerlo o incluso si le daba el sol de cara y no podía hacerlo bien. Y después de eso, volvía a desarmarse y a conversar con la oscuridad.

Con esto no quiero decir que todo el mundo se sienta así en todo momento, pero seguro que ahí había al menos una persona que sí lo estaba sintiendo. Que te estaba mostrando una cara de felicidad cuando no la sentía de manera permanente y plena en esa época. Cuando días atrás podía haber perdido un trabajo, haberse despedido de una persona, creído que nunca encontrará al amor verdadero, llorado porque no le gusta su cuerpo, discutido con su familia o haberse sentido vacía sin saber el motivo. O sabiéndolo, da igual.

Hay desastres naturales que destrozan y desalojan. Políticos que miran su ombligo y recogen billetes. Pandemias mundiales que nos meten en casa. Personas tóxicas que nos manipulan haciéndonos sentir culpables. Vecinos que cantan a las cinco de la mañana. Problemas sociales causados por odio. Asesinatos de invisibilizados por tradición. Dificultades en entrar al mundo laboral si eres joven. Desahucios multiplicados y casas vacías. Hambre y enfermedades que matan a miles por desigualdad, intereses y falta de investigación. Medios de comunicación amarillistas que desinforman. Competitividad en las aulas en vez de cooperación. ‘Titulitis’ asignada que evalúa tu conocimiento. Estigmas en la salud mental que te tachan de loca. ¿Cómo no vamos a tener una pena, rabia y frustración día sí y día también? Lo raro sería no sentirlo.

Compartimos la cena de familia, pero no la discusión de tu abuelo con tu hermano. Nuestro modelito nuevo, pero no la frustración que hemos vivido en el probador al no dar con la talla. El baile en la discoteca, pero no el bajón que te dio por algo del pasado. El concierto al que se acudió, pero no el lloro que te produjo la letra de aquella canción que te recordaba a alguien. Porque es normal pasar por esto y también debería ser mostrarlo, al igual que lo hacemos con aquellos momentos que sí hay alegría y está bien visto compartirlo.

Lo peor de esto, además de engañarnos a nosotros mismos, es que mostramos una realidad distorsionada a quien ese día y en ese momento no se atreve a subir nada porque está triste. O porque no le apetece hacerlo. O porque está en casa y se le han caído todos los planes. Con ellas le decimos “mírame, este helado lo he disfrutado con la mejor compañía del mundo” y puede ser verdad, pero no es la absoluta. Y puedes ser feliz y sentirlo, pero también no hacerlo.

Y sí, es así. Está claro. Somos la generación triste con fotos felices. Es duro escucharlo, pero más duro estar inmersa en la red que lo ejemplifica. Guardamos nuestros recuerdos siempre de manera sonriente, optimista y feliz, pero realmente puede que no lo seamos. No solo esto. También subimos esas fotografías a las redes sociales para gritar que lo somos cuando estamos afónicos de corazón y emoción. Y es muy triste porque cuando lo hacemos creemos serlo, cuando en realidad no lo somos ni haciéndolo.

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