El Museo del Louvre guarda entre sus tesoros una monumental estela de mármol negro procedente de Mesopotamia. Esta es hija de una época donde la Biblia era todavía un famélico anecdotario que Abraham comenzaba a cebar. En la parte superior aparece un hombre de pie, barbudo, ricamente vestido; ante él, otro individuo de parecida semblanza que, sentado en un trono, le entrega una suerte de cetro. El primero es Hammurabi, rey de Babilonia en el siglo XVIII antes de Cristo; el segundo, la única autoridad que hasta el más orgulloso de los monarcas reconoce (además de la Hacienda Pública): un dios, el de la justicia en este caso, llamado Šamaš.

Bajo esta estampa, el mármol aparece aguijoneado por una marabunta de caracteres cuneiformes solo comprensibles para contemporáneos de la pieza o expertos en la materia. Se trata del Código de Hammurabi, uno de los compendios legales más antiguos que se conservan. El Código ha pasado a la posteridad principalmente como primigenia muestra de la ley del talión, el ejemplo más clásico de la justicia retributiva. Este modelo considera que la única respuesta adecuada a un delito es una pena de idéntica índole; la Ley de Moisés lo resume con la celebérrima máxima «ojo por ojo, diente por diente».

 

¿Justicia o venganza?

 

Este aforismo, por escandaloso que pueda resultar para el hombre moderno, supuso una auténtica revolución tantos siglos atrás. Frente al entonces existente modelo de autotutela, se introducía en las comunidades humanas un primer intento de proporcionalidad en el castigo de los crímenes. Si la antropóloga Margaret Mead afirmó que la civilización nació cuando un ser humano se tomó el tiempo y la molestia de curar el hueso fracturado de un semejante, para mí no cabe duda de que se arrancó los pañales en el mismo momento en que se decidió a sustituir la venganza por la justicia.

Venganza. Justicia. En demasiadas ocasiones se convierten en las dos caras de una misma moneda; bien lo supieron plasmar Bob Kane y Bill Finger en el personaje de Harvey Dent. Quizá soy yo, que voy perdiendo (a disgusto) la inocencia de la juventud, pero cada vez me cuesta más distinguirlas en la calle. De hecho, creo que me he precipitado al afirmar que la lex talionis resulta escandalosa para el hombre moderno. No percibo eso cuando deambulo por las redes sociales o me llegan ecos lejanos de vehementes coloquios.

A cada caso criminal medianamente impactante (que cuantitativamente son menos de los que los platós nos hacen pensar) le siguen las mismas reacciones que, como funambulistas, caminan alegremente sobre la frontera que separa la empatía y el clamor de justicia de la inhumanidad y la sed de venganza. Pasó con las niñas de Alcàsser, con Marta del Castillo, Mari Luz Cortés, Diana Quer, Laura Luelmo, Gabriel Cruz, el caso de La Manada… y más recientemente, con el crimen de Lardero y la violación de Igualada. Cuando aparecen imágenes del sospechoso (que no acusado, mucho menos condenado) siendo trasladado a dependencias policiales y judiciales, una turba enfurecida clama al cielo, regurgitando dolor e indignación aderezados con odio y violencia. Alguno podría pensar en lo sencillo que resultaría dejar al criminal a merced de la masa y que se haga lo que para el pueblo es justicia. Tan sencillo como erróneo.

Quisiera que, si quien lea estas líneas no puede, ya que no debe, racionalizar, al menos comprenda que otros puedan, pues deben, hacerlo.

No pretendo poner puertas al campo; emociones tan viscerales son difíciles, tal vez imposibles, de erradicar. Tampoco es mi intención dar lecciones de moral porque, como cualquier hijo de vecino, me hierve la sangre cuando me llegan estos sucesos. Solo pretendo advertirle al morlaco de que hay vida más allá del capote.

Planteémonos que, si para el violador «la mejor rehabilitación es un tiro en la sien», como he leído en este y aquel tuit, puede que al violador, jugándose el mismo castigo, tanto le dé matar a la víctima para ocultar el crimen. Así, por proteger la honra, se perderá la vida. Recordemos que el sistema no es perfecto, como el ejemplo de Dolores Vázquez nos enseña. Precisamente por eso no podemos permitir que sus máculas tengan las peores consecuencias para quien no lo merece. Démonos cuenta de que el odio del pueblo no es más que un vértice de ese triángulo que completan la voracidad mediática y la política del populismo punitivo; el primero da pie a la segunda, y esta alimenta al tercero, que encuentra en los otros dos su casus belli.

Quisiera que, si quien lea estas líneas no puede, ya que no debe, racionalizar, al menos comprenda que otros puedan, pues deben, hacerlo; porque nuestra sociedad se cimienta sobre unos principios y derechos que costaron sangre, sudor y lágrimas conquistar, y solo la razón sostiene lo que la emoción, en un suspiro, es capaz de derribar. Que tengamos en mente que esos principios y derechos son para todos los seres humanos, incluso los más ruines, odiosos y malvados, porque en la expresión «hijo de puta» va incluido el término «hijo». Que nunca olvidemos que las penas son y están para enmendar errores y conceder nuevas oportunidades, y quienes se regodean en los primeros y desprecian las segundas son los menos, por lo que de ningún modo es justificable la destrucción de muchos por la infamia de unos pocos.

Y si pretendo y quiero todo esto es porque me resulta profundamente triste que, en el 2021 d.C., cuando hay más presidentes que reyes y los dones divinos quedan para los asuntos divinos, alguien mire a la ley de un rey de los 1700 a.C., dictada por el dios de una fe olvidada, y pueda pensar, aunque sea por una fracción de segundo, no ya que acertaba, sino que se quedaba corto. Sin bondad para quien amamos no hay humanidad, pero sin justicia para quien odiamos no hay civilización.

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