La publicación de la última obra de Joel Dicker, a diferencia de su anterior libro, parece escrita únicamente con un objetivo: el entretenimiento del lector.

Supongo que cuando quien empezó de James Bond termina como Anacleto, agente secreto o cuando, después de alimentarse cada domingo de las croquetas de su madre, prueba ahora las de su suegra, el desencanto sucumbe ante todas las ilusiones ingenuas que entonces perfumaron la vida. En el instante en que uno se encuentra a De Gea en la portería de la Selección, recogiendo de las redes las pelotas que antes repelía Casillas, o un profesor abronca a su alumno aventajado, el destino nos brinda una poderosa lección: quien se acostumbró a lo mejor debe aceptar que, a veces, lo mediocre e incluso lo notable forman parte del juego. El desengaño es necesario. Inevitable, si nos atenemos a la realidad. Pero qué pronto nos habituamos a lo excelso, a lo singular, a lo más alto. Y qué duro resulta tropezarse con la razón, con las bofetadas de lo cotidiano y con la certeza de una perfección a veces alcanzable, pero siempre caduca. Nos pasa a todos cuando un intocable nos falla y me pasó a mí con La desaparición de Stephanie Mailer (Dicker, 2018),que relata la investigación de tres policías sobre un cuádruple homicidio perpetrado en una ciudad de los Hampton hace veinte años, por un asesino que todavía hoy se cobra a varias víctimas.

En los anaqueles de mis veleidades literarias de la actualidad se sostienen contados volúmenes –una, que es más arcaica que contemporánea–, y, entre todos ellos, la novela de Joel Dicker,  El libro de los Baltimore, ocupa un lugar privilegiado. En su segundo gran éxito, tras el aclamado thriller La verdad sobre el caso Harry Quebert, el autor suizo construye un verdadero dramón familiar mediante una cuidada prosa, tremendamente actualizada, que rehúye de la retórica canónica y lleva grabada a fuego en cada una de sus letras la identidad de su creador. Este libro, publicado en 2015, supuso la consagración de un narrador, en su acepción más literal, pero también de un literato. De un timbre artístico que concebía la obra como un agitado paseo a lo largo de un trayecto plagado de rotondas y de desvíos, en el que los letreros destinan a erróneos caminos con un único acicate: el despertar de la memoria afectiva. Los secretos de la familia, la culpa, los falsos culpables y la envidia que anida detrás de la fachada convergen en este relato sensacional; de una profundidad pareja a que le atesoran sus personajes.

No obstante, lo que en dicha novela era caracterización, paciencia y gusto es en su última publicación banalidad, apatía y, lo peor, desaparición: con un lenguaje demasiado insípido y vacío, Dicker presenta a los protagonistas de esta historia coral como un pestañeo, como un breve trago de fugaz sabor que no posa, sino que transita. Sabemos qué hacen, lo que hicieron, y, sin embargo, al final de la lectura, el público no ha empatizado con ellos, porque no existe una experiencia conjunta entre los sujetos de dentro y de fuera de la narración. Lo mismo sucede con el paisaje, que nos traslada, pero no transciende. Y esto, que dirían en el rellano, es pa´ matarlo. A Dicker, sí, quien consigue lo más difícil, la idea, y falla en lo más sencillo para un escritor de su condición, el desarrollo. A pesar de poseer todos los mimbres para convertirse en un thriller de reconocido prestigio, la novela se queda en lo que pudo ser y no fue. Apenas se nos describe ese pueblo, Orphea, en el que progresan los hechos, como tampoco se ahonda en quienes los llevan a cabo; de ahí que el lector raramente atesore una imagen definida de lo que lee.

En virtud de aquello, la acción y solo la acción articulan lo que seguramente sea un nuevo best seller. Porque en esto el suizo no falla: pocos como él para sembrar el misterio, la intriga y la adicción amigas del insomnio. El perfecto engranaje del relato, compuesto por saltos temporales más propios del cine que de la literatura, así como el soplo de fuerza épica que le es natural y un final tan sorprendente como acostumbran los del autor cimientan este pasapáginas apegado a la actualidad. En él, se retratan y se debaten las desigualdades machistas del mundo laboral, el uso controvertible de las redes sociales o la función de la literatura.

Seré sincera: en mi opinión, si no leyeron El libro de los Baltimore, la última creación de Dicker les gustará; es amena, divertida a ratos, y muy original. Si tuvieron el placer de perderse entre sus páginas, esta última les defraudará: a los fans del suizo nos gustan los licores de más graduación. Dice un amigo mío que la tristeza es necesaria porque, sin ella, no podríamos valorar su antítesis. Me pregunto si con la dicotomía admiración-decepción sucede lo mismo.

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Un comentario en «La decepción de Stephanie Mailer»

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