Advertencia: No sé si será sugestión o que cojones, pero es tumbarme sentarme a escribir y el pesimismo se hace con mi ser. A la mierda que nos vamos, pienso. Allá van las reflexiones de un catastrofista.

El pasado sábado 20 de octubre fui a ver al teatro Un enemigo del pueblo, una adaptación de la obra de Ibsen hecha por los del Pavón Teatro Kamikaze. Toda la función versa entorno al dilema de la utilidad real de la democracia, aduciendo una de las partes que las mayorías no tienen la razón por el mero hecho de serlo. El caso es que venía yo pensando ya desde hace días sobre esto de la democracia y no esperaba que mi visita al teatro supusiera una tercera vuelta a lo que ya me rondaba. Pero lo fue.

“¿Eres demócrata?”, preguntaban al público. “Sí” voto la tan dichosa mayoría, yo entre ellos. Alcé la mano convencido, pero me surgieron dudas. ¿Por qué? Porque me di cuenta de que nacimos aprendidos, de que hemos asumido que esto es lo mejor porque es lo que tenemos, y que pocas veces nos hemos parado a pensar en ello. Entonces… ¿soy demócrata?

Sí. Y he llegado a la conclusión de que estoy convencido de ello no tanto por las bondades de nuestro sistema, que las tiene, sino por las imperfecciones de nuestra sociedad. Si antes la democracia nos sirvió para adquirir nuevos derechos e intentar garantizar, muy poco a poco, la igualdad, con el panorama actual su utilidad principal no es otra que no permitir que nos molamos a palos entre los que pensamos diferente. Y todo porque, gracias a esa falta de reflexión, asociamos inmediatamente democracia con civilización, algo que no tiene por qué ser cierto pero que en este caso nos viene estupendamente.

Ya no son excepciones, los exaltados están en todos lados. La tolerancia hoy encoge al mismo ritmo que los fans de Álex Ubago y a muchos ya no les importa mostrar desprecio por el que piensa diferente. Rojo, facha o hijo de puta directamente son los únicos argumentos que desgraciadamente cada vez más personas entienden. Y en Cataluña flipas. El insulto y la violencia ya no es el problema siquiera, sino la falta de comprensión que nos lleva a no entender que hay personas que pueden, por las razones que sea, pensar diferente que nosotros.

Sí, están ahí, e igual de extraño puedes parecerle tú a él que él a ti. Y esto siempre va a ser así porque siempre va a haber personas que crezcan en entornos diferentes y con necesidades diferentes, por lo que siempre va a haber personas con ideologías diferentes. En todos los sistemas económicos. Que estas puedan coexistir solo puede ocurrir en democracia. Aceptando reglas artificiales sí, e incluso injustas, pero que nos alejan de la barbarie. Cuando se impone por la fuerza una doctrina política, siempre va a haber reprimidos y presos de conciencia.

Yo de verdad que estoy a tope con lo de lo llaman democracia y no lo es y todo el largo etcétera de lemas que nos acompañaron durante el 15 M, pero no tiremos todo por tierra. A ver si la izquierda, queriendo salvar el mundo, se convierte en verdugo del mismo. Las democracias actuales se basan en el marketing político y no en las ideas (programa, programa y programa que diría aquel); los poderes económicos cada vez tienen más fuerza para manipular al Estado; la justicia en España es de transparente lo que lo es la Guinness; la corrupción no cesa; y el franquismo sigue sin extinguirse. Son muchas las razones por las que los progresistas hemos de seguir luchando, pero solo hay un camino. La vía democrática es más lenta, pero no hay otra.

Si tratamos de llegar al futuro -entendido como mejora social- por los santos cojones de algún caudillo o caudilla que así lo imponga por la fuerza, muchos se quedarán por el camino. Y, queridos, una vez muerto la democracia sirve de más bien poco. Calmémonos todos, y debatamos en paz.

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