Lejos de mí denigrar estas sagradas tierras de la violación y la miel. Suiza está muy bien donde está, a más de mil quinientos kilómetros de mí. A España hay que quererla por lo que es y no por su potencial.


No hará más de un lustro a.p (antes de pandemia), zumbé una temporada al encuentro de un buen amigo en Suiza. Recuerdo que el trayecto en avión fue excelente, vomité tan sólo dos veces. A mi llegada a la tierra de las vacas frisonas, los pelucos caros, los desniveles vertiginosos, el multilingüismo y las cuentas en negro, di de bruces con una sociedad aparentemente más armoniosa, reservada en el impávido orgullo de saberse cómodos. La vorágine del vulgo hispano; caótica, berreante, impulsiva y de pendona jovialidad, se me hizo vulgar los primeros días de mi llegada al país de las neutralidades. Al cabo de un par de semanas, la añoraba locamente.

El hecho de que España comenzase a parecerme un país «des-» nació allí, en Suiza, placenta de los guardaespaldas del papa y sede bancaria del oro nazi

Desconozco si aquello que me dispongo a abordar a continuación va de la mano, digo la estirada perfección de los suizos y el orgánico jaraneo español, pero lo cierto es que el hecho de que España comenzase a parecerme un país «des-» nació allí, en Suiza, placenta de los guardaespaldas del papa y sede bancaria del oro nazi. Suiza, hogar de paisajes legendarios; lagos, ríos y montañas dignos de Tolkien y una peña reservada, pero acogedora a su manera, que te lanza miradas de odio si te levantas tú solo a por la priva sin preguntar a los demás si quieren algo… educados, muy educados estos suizos, si señor…

El caso es que fue esa misma madrugada, la de mi descuelgue educativo, embriagados mi camarada y yo de considerables tanques de bière, cuando el susodicho se paró frente a un coche, no, un cochazo, con poco que envidiar al Rolls del Papa Julián de Umbral. «Tú, ya verás, alucina», me dijo, interrumpiendo mi beodo andar característico de las melopeas inducidas por la cerveza. El tipo, sin vacile, disparó la mano hacia la manilla del carrazo y abrió la puerta… Yo, temeroso, creí que la alarma haría explosión de inmediato y que tendría el lujo de catar los matelas del calabozo de aquella pequeña ciudad al norte de Neuchâtel, cuando un grupo de estupas chocolateros nos pillase fugándonos del lugar. Nada más lejos de la realidad. El coche se mantuvo reservado, mudo, como si nos pidiese entrar en él y darnos amor dentro.  «Suiza es un país en el que muchos dejan los coches abiertos», aseguró después, «es un país muy confiado». ¡Coño!, pensé, eso no me lo esperaba. La anécdota me dio que pensar, provocando en mí el impulsivo arranque humano de comparar lo ajeno con lo propio.

En un Estado donde, a pesar de haber recorrido buena parte, no vi un solo indigente, una sola calle despreocupada de impoluta limpieza y del que supe después tenía una de las tasas de delitos  más bajas de Europa, es fácil ser optimista con las intenciones ajenas

Efectivamente, Suiza era un país confiado. Eso sí, no se debe olvidar que en un Estado donde, a pesar de haber recorrido buena parte, no vi un solo indigente, una sola calle despreocupada de impoluta limpieza y del que supe después tenía una de las tasas de delitos (gracias a su legislación, incluso los fiscales) más bajas de Europa, es fácil ser optimista con las intenciones ajenas. España, por otro lado, no lo era [no lo es] en absoluto. Y si en Suiza dejar tu Rolls abierto, o abandonar tu puesto de fruta y verdura en la carretera con un tarro de pepinillos gigante para que la gente pague lo que coja sin protección, son pruebas de tu confianza en el civismo colectivo, en España a eso se le llama ser un primo. España era, y aún hoy lo es más, un país desconfiado… Desde mi infiel punto de vista existe una respuesta a esta afirmación: una sociedad desconfiada, es una sociedad insegura y pobre. Suiza, cómo muchas otras pedanías norteñas, es un país rico, pudiente, con bajas tasas de paro, alta inversión pública, comprometido con la salvaguarda de sus congéneres y, sí, tal vez tengan cámaras crematorias para los sintecho pero, ¿qué es el perfume de la condenación a la pobreza comparado con el embriagador aroma del éxito nacional?

Sobradas aparte, España era, ya en aquel año a.p, un país «des-»; despoblado ruralmente, desempleado, desculturizado, desatendido, desalojado, habitualmente desavenido, ahora bien en ningún caso, y de ahí la morriña que me invadió tras varias semanas de fondues y trayectos en tren a precio de riñón, desdichado.

España es una tierra donde la desdicha se conoce en carnes pero no en espíritu

Supongo que eso es lo que nos salva. España es una tierra donde la desdicha se conoce en carnes pero no en espíritu. A todas luces, la utopía suiza no lo es tanto, el espejismo de aquel viaje estará seguro adulterado por el desconocimiento de sus propios «des-», pero no es un mal punto de vista crítico con una sociedad, la española, que parece ser capaz de lograr las mayores proezas de los siete mares, aunque el barco haga aguas por la quilla.

Uno siempre espera que esa vacunación a la desdicha que nos carga de glucoproteínas encadenadas por esperanza, terquedad, arrojo y determinación, acabe, antes o después, haciendo que los «des-» de España sean solo pasajeros

Lejos de mí denigrar estas sagradas tierras de la violación y la miel. Suiza está muy bien donde está, a más de mil quinientos kilómetros de mí. A España hay que quererla por lo que es y no por su potencial. Sin embargo, uno siempre espera que esa vacunación a la desdicha que nos carga de glucoproteínas encadenadas por esperanza, terquedad, arrojo y determinación, acabe, antes o después, haciendo que los «des-» de España sean solo pasajeros; visitantes pernoctando por escala que se lleven sus trastos inseguros y pobres.

Puede que España jamás abandone su condición de «des-». Su picaresco orgullo sería parte de la ecuación. Y, como somos cómo somos, un servidor se lanza a decir ataviado por ese mismo orgullo que; desconfiados, creo, seremos siempre, pero aunque eso nos deje en mal lugar, yo, que soy hijo de esta tierra y sus idiosincrasias, lo prefiero a ser un primo.

 

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