Todos sabemos lo que es un famoso: una persona que se convierte en un icono, un referente, una inspiración o sencillamente en un tema de conversación. Se te da bien cantar, contratas al equipo de marketing y al manager indicado y al poco tiempo tienes miles de seguidores en redes y millones de reproducciones en Spotify. Parece un trato sencillo, ¿no? Sin embargo, la fama viene con un precio cuya etiqueta nadie ve.

Yo lo llamo mitificación. Ya no eres una persona de a pie, con una educación común y con unos valores como tienen muchos otros. Ahora eres esclavo de la fama, y debes ser correcto, debes deconstruirte. Debes decir siempre lo indicado para no molestar a nadie, aunque eso sea estadísticamente imposible.

Pero todo esto no lo harás para ganar más fama y más fans, no. Esto lo haces para no caer en el popular foso de la cultura de la cancelación. Para quienes no lo sepan, es el agujero en el que completos desconocidos te hundirán a través de redes sociales si haces algo que les moleste. Porque detrás de una pantalla cualquiera es jurado y juez. Así es como, en cuestión de unos pocos días y por medio de tweets, memes y hashtags se puede arruinar tu ascenso a la fama.

Algo que siempre me ha perturbado de la cultura de la cancelación es la hipocresía que la acompaña. Hay facilidad para criticar e insultar a aquellos que no conocemos, pero cuando esos «errores» los encontramos en nuestro entorno, cuesta más actuar. No supone ningún esfuerzo criticar al famosillo de turno que se ha drogado o se ha metido con algún colectivo, pero ¿cuando lo hace tu amigo? ¿Qué ocurre entonces? Cuando lo hace la persona que tienes a tu lado, cuesta más reaccionar, ¿verdad? Porque entre «bromas» parece que lo pasamos todo.

Y también nos cuesta corregirnos. Tal vez parezca que esos mitos, esas grandes leyendas del rock y el cine están mejor educados que nosotros, pero no es así. Nadie nace aprendido, y a todos se nos han enseñado los mismos patrones de machismo, racismo y clasismo que ahora tenemos que sacar de nuestras cabezas.

Si queda una cosa clara es que hay actitudes nocivas que se deben señalar pero, por favor, no nos quedemos en aquellos que pillan tan lejos de casa. La corrección empieza en uno mismo, y sólo entonces tendremos la potestad de corregir a los demás.

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