El pasado domingo en la Rod Laver Arena se jugaba más que un partido de tenis. El acrílico de Melbourne fue testigo del juicio sumarísimo a la juventud de la generación Z. Estaba en juego una sentencia de muerte, y la acusación era, precisamente, uno de los nuestros: Daniil Medvédev (1996). Nuestro abogado, empero, era una de esas personas en las que se puede confiar a pies juntillas: Rafael Nadal Parera.

Llegábamos al Abierto sumidos en la incertidumbre. El oficioso título de «mejor tenista (masculino) de la historia» estaba en juego; sin embargo, el camino era arduo por culpa de una nueva generación que viene pisando muy fuerte. Sin Federer, Nadal y Djokovic eran los únicos con opción a resolver el legendario empate a veinte… hasta que cuestiones político-sanitarias dejaron al serbio fuera de combate. No se olvidará de esto Nole, que tiene en el horizonte similar panorama para el US Open y Roland Garros. Del mismo modo que yo no me olvido de todos esos españoles «pata negra» que se postularon por la victoria del serbio en detrimento del ídolo nacional. Parece ser que uno, antes de patriota, es animal político.

He de confesar que, para mí, el vigésimo primer Grand Slam de Nadal era más una utopía que una posibilidad. En los inicios del torneo estuve más pendiente de mi paisano Alcaraz, que llegó a poner contra las cuerdas a todo un top 10. El fin de la juventud también es presenciar el comienzo de la madurez; ya me pasó cuando mi ídolo futbolístico de siempre cambió la Sagrada Familia por la Torre Eiffel y el 10 azulgrana le cayó a un chaval más joven que yo. Ahora som-hi, pero con un regusto amargo, para qué negarlo.

 

No estaba muerto (y tampoco de parranda)

 

El caso es que, con Carlitos eliminado, Rafa seguía pasando rondas, encontrándose cada vez mejor física y mentalmente. Se le notaba en cómo celebraba cada victoria en esas eliminatorias que los más grandes suelen tener por rutina. Él mismo insistió en que se había vuelto a sentir tenista y que, no hace mucho, no tenía clara su continuidad en el circuito. Por el otro lado del cuadro, los futuros números 1 se disputaban el otro puesto en la final del domingo. El portento ruso, para quien el sudor parece una leyenda y que devuelve golpes como un frontón, hizo valer su número dos del ranking y se plantó en el partido por el campeonato como gran favorito.

Empecé a ver el partido con la misma ilusión que aquellas finales Nadal-Federer de Roland Garros que nos hacían la sobremesa a mi madre y a mí cuando yo era niño. Ella sabía que también era un momento importante, y por eso me preguntaba constantemente. Por eso y porque el final de la juventud también es que el deporte en abierto se haya convertido en una reliquia y, sin decodificador o aplicación móvil, no vas a ningún lado. Tenía el partido de fondo, mirándolo de reojo mientras hacía mis labores e interrumpiéndolas para no perderme los puntos más importantes, porque los éxitos de Nadal y el deporte español en general me han acompañado así, de fondo, como lo más importante entre lo menos importante, que diría Valdano.

 

Marcador del partido en el tercer set. Nadal perdía por dos juegos a tres y Medvédev tenía tres bolas para el 2-4.

 

No voy a esconderme: en el dos sets, 2-3 y 0-40 abajo dejé de prestar atención al partido. Algunos años atrás habría mantenido la fe, pero el final de la juventud implica estar curtido en lidiar con la decepción. Seguía con mi mañana y de cuando en cuando consultaba el marcador, porque aún había un hilo de mi infancia aferrándose a la vida. Ya cuando vi que Rafa tiraba de ese mismo hilo volví a abrir Eurosport para ver el espectáculo.

Y qué espectáculo. Qué lección de fortaleza mental, de talento, de resiliencia y de coraje. El game, set, match: Nadal fue un éxtasis maravilloso, un último grito de libertad después de varios «vamos Rafa» debidamente sufridos. Suspiré aliviado porque me podía permitir ser joven durante un tiempo más. Me acordé de esa imagen del big data sobreimpresionado en la pista australiana dando a Rafa menos de un cinco por ciento de opciones de victoria tras el segundo set, y pensé que la supervivencia de la juventud era también mandar a tomar por culo esos intentos de robotizar la magia del deporte.

El tiempo a todos nos sentencia, pero la mente es nuestro último reducto de resistencia

Mi madre me llamó, pletórica, porque Nadal también ha marcado gran parte de su vida, y por un instante me trasladé al salón de casa, sin más preocupación que ir al cole al día siguiente, y viendo a los dos mejores hombres que han empuñado una raqueta batirse en honorable duelo sobre la tierra parisina. Esos momentos nunca volverán, porque el tiempo es amo y señor de sí mismo y a todos nos juzga, sentencia y ejecuta; pero la mente es nuestro último reducto de resistencia y a ella podemos acudir siempre que las manecillas del reloj nos hieran como saetas.

El domingo confirmé lo que ya sabía desde hace tiempo: el paso de la juventud a la madurez es también el paso de la certeza a la incertidumbre. El niño tiene el camino marcado, pero el adulto suele no saber hacia dónde ir. No es nada fácil enfrentarse a ello: buscar trabajo después de toda la vida de curso en curso, buscar un hogar al que acudir tras abandonar la casa paterna… Por eso sienta de maravilla conservar alguna de esas antiguas certezas que se van desvaneciendo.

Así que poco me importa que Messi ya no pise el césped del Camp Nou, que los juegos de Pokémon estén hechos a desgana o que me surja un conflicto interno al disfrutar de lo nuevo de Harry Potter, porque Rafa sigue siendo el más grande, como cuando era un crío. Y aunque Court, Graff, Williams o quién sabe si Djokovic acaben por delante, para mí lo será siempre.

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