La nuestra es una sociedad aséptica y descafeinada, alejada del barro de Prometeo por el capitalismo chic, que ha edificado una burbuja de terciopelo a nuestro alrededor que nos impide percibir las cosas tal como son. ¿Cómo vamos a meternos un caracol en la boca si no somos ni capaces de comernos una pija o un pepe con pelo?


Hace unos meses, un amigo tuvo el detalle de invitarme a comer a El Pebrot i el Petit Cargol, un restaurante familiar del barrio de Sants, Barcelona. El lector avispado habrá podido deducir, por el nombre, de qué va la movida gastronómica del local; yo no fui tan perspicaz. Me dejé llevar engañado, tonto de mí, como un corderito al matadero, como un hijo cuando su madre le dice que van al Ikea “solamente a devolver una lámpara”. Cuál fue mi sorpresa cuando, sin haber consultado yo la carta, nos trajeron una olla rebosante de cadáveres de caracol.

—¿Qué coño es esto?

—No los juzgues sin haberlos probado. Mira, coges el palillo, lo metes con cuidado por dentro de la concha, enganchas al chavalote y tiras con delicadeza, como si le pintases las paredes de dentro con un pincel fino. ¡Ah! El final no te lo comas, que es el intestino grueso y está lleno de residuos. Lo que se dice la mierda del bicho, vamos.

Cogí uno. Lo miré. Me miró. Las antenitas, tiesas como un pelo de jabalí por el calor de la brasa. Estos ya no tenían babas, se las habían arrebatado sumergiéndolos en agua hirviendo. El pie del caracol, plano como una tabla de madera, parecía jugosamente asqueroso. No podía apartar la mirada de él. Cogí el palo, lo pinché suavemente, se me resbaló, lo volví a pinchar y esta vez sí que lo enganché. Miré a mi amigo, que me hacía gestos extraños con las manos, entiendo que para que pegara el tirón decisivo, y extraje al caracol de su concha, de su hogar. Salió una masa uniforme y viscosa, mucho más grande de lo que me esperaba, con una caracola adherida a la punta del final (la famosa caca). Después de contener cinco arcadas y de rezarle una oración a la Virgen de los Remedios, agarré el palo con firmeza y no demasiada convicción, y me lo introduje en la boca. Para mi sorpresa, me supo rico. Rico no, riquísimo. Y ya no hubo vuelta atrás.

 

Desde que llegara a Cataluña, hace ya tres años, he ido conociendo, poc a poc, la cultura popular de esta maravillosa tierra, y los caracoles han sido el descubrimiento del siglo, solo a la altura de la imprenta, la lavadora o las siestas post resaca. A pesar de mis reticencias iniciales, me he convertido en un auténtico yonqui de los caracoles. Me fascinan. A la llauna, a la brasa, al horno, en salsa picante, a la vizcaína, en salsa de almendras, a la Gormanda, a la riojana, con conejo, con jamón y panceta, a la madrileña, con ajo y perejil, a la borgoñesa, mar y montaña… Cualquier alimento es bueno para ser combinado con unos jugosos caracoles.

 

Pero, ¿qué pasa con estos bichos? ¿A qué viene esa mueca de asco, querido lector? Sepa usted que el caracol es el héroe del pueblo. La quintaesencia del obrero revolucionario en el reino animal. Todo el día con la casita a cuestas, sin pagar un duro de alquiler, pero expuesto a los pisotones de otros animales de mayor calibre. El marisco más barato que existe, asequible para todos los bolsillos. No todo el mundo puede permitirse unos percebes o unas gambas rojas, pero el caracol, ¡amigo!, él es más democrático. Según un artículo de La Vanguardia del 2018, su uso se remonta a la Prehistoria, aunque su consumo ha quedado mejor documentado a partir de la época Romana, donde eran considerados afrodisíacos (todo lo que tuviese una concha lo era, en cierta medida) y un manjar. Según el artículo, Plinio (no queda muy claro si el Viejo, el Joven o ambos) documenta, en uno de sus textos, la existencia de criaderos de caracoles ya por aquel entonces. Y, si no, que le pregunten a Laurence Olivier en Espartaco.

 

Si, a pesar de toda esta nueva información, sigue usted con cara de haber presenciado al rey emérito y a Corinna Larsen en pleno acto sexual, quizá deba yo preguntarme el porqué de tanta repulsa hacia estos maravillosos seres (los caracoles, no los otros dos fósiles). ¿Cómo puede ser que a la gente le den tanto asco? La respuesta nos la dio ya  Pedro Calderón de la Barca en el siglo XVII: vivimos en un mundo de ilusiones. En un mundo de genitales sin pelo y gambas peladas, de pechugas de pollo del Mercadona ya fileteadas y ensaladas healthies envasadas en plástico. Somos conscientes de la pobreza, pero preferimos ignorarla. ¿Quién se acuerda a estas alturas de lo que pasa en Afganistán? La nuestra es una sociedad aséptica y descafeinada, alejada del barro de Prometeo por el capitalismo chic, que ha edificado una burbuja de terciopelo a nuestro alrededor que nos impide percibir las cosas tal como son. ¿Cómo vamos a meternos un caracol en la boca si no somos ni capaces de comernos una pija o un pepe con pelo?

 

Se comenta en los bares que “si abres un mejillón e inspeccionas su interior, ya no te lo puedes comer.” ¡A la mierda! Ábrete un jodido mejillón, mírale sin miedo el interior y sórbelo como si fuesen los labios de otro ser humano a las seis de la mañana en una discoteca que tiene ya las luces encendidas. El caracol te da una hostia de realidad. Está aquí para recordarte cómo es el mundo en el que vives. Para que sepas que tienes que bajar al barro y revolcarte como un gorrino, empaparte de la vida. Para recordarte que las entrepiernas tienen pelo y que no todo el mundo puede permitirse las nécoras, las almejas y las cigalas. Haz una cosa por mí: cómete unos genitales y un buen plato de caracoles, en el orden que prefieras. ¡Gloria bendita!

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Un comentario en «De caracoles y genitales: retrato de una sociedad descafeinada»

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