“Con toda acción, tiene siempre lugar una reacción igual y contraria”. El progreso conlleva una reacción implícita y los períodos históricos en los que el sistema parece tambalearse, se caracterizan también por la aparición de fuerzas rancias y fachosas cuyo cometido es mantenerlo.


Hola, imbécil. Sí, te hablo a ti, no te gires buscando a otro. Hijo de puta, asqueroso, payasa. ¿Qué tal tus inseguridades? Seguro que tienes muchas. Eres una mierda, un intento de ser humano que no llega ni a ser. Tu existencia es un esperpento; ¿acaso no te das cuenta? ¿Qué coño has hecho de provecho con tu vida? Ya te lo digo yo: nada. Eres un parásito, un aborto errado, un corcho de vino picado. Menudo comienzo, eh. ¿Cómo te sientes? ¿Te gusta empezar así el día? Es probable que te preguntes el porqué de estas faltadas. Un poco gratuito, ¿verdad? No obstante, lo hago porque puedo. Tengo mis derechos y uno de ellos es la libertad de poder expresarme como me plazca. Si quiero insultarte y despreciarte, tengo derecho a ello. A ver, pruébalo tú. Dime algo feo. Métete conmigo, ríete de mis miedos y debilidades. Venga, no te cortes. En voz alta, sin miedo. Que te oiga el vecino. Ejerce tu derecho a decir lo que te salga de los huevos. Porque la libertad de expresión funciona así, ¿no?

 

Ignatius Farray, cómico y una de las mentes más brillantes de este país aunque a veces sus formas puedan llevar a pensar lo contrario, compartió un tuit en el que comentaba que la libertad de expresión quizá debería llamarse libertad para quedarte callado si te da la gana. Yo prefiero matizarlo: libertad para quedarte callado si nadie te ha pedido la opinión y no tienes nada nuevo que aportar a un debate. Ejemplo: el cómico David Suárez, que tuvo la excelente idea de hacer un chiste sobre las felaciones de las personas con síndrome de Down. Cierto es que luego le imputaron por el chascarrillo, lo cual me parece una barbaridad más digna de Arabia Saudí que de un país de la Unión Europea (afortunadamente, la cosa salió bien para el gallego), pero mucha gente se pregunta si el comentario de Suárez era absolutamente necesario. ¿Se iba a morir asfixiado por no abrir la boca? Igual se levantó malhumorado aquel día porque sus vecinos de ochenta años habían descubierto recientemente las pastillas de viagra, vaya usted a saber; a lo que voy es que la libertad de expresión no te obliga a opinar sobre todo, especialmente si tienes menos gracia que Margaret Thatcher imitando a Chiquito de la Calzada.

 

Aun así, en este artículo no pretendo hacer leña del cómico gallego, sino resaltar una postura que se viene dando en los últimos años: la del abusador que se pone a sí mismo la etiqueta de víctima, censurado por la dictadura progre de lo políticamente correcto. En estos tiempos que corren de cambio, un sector (rancio) de la población, generalmente compuesto por hombres (rancios) blancos y heterosexuales, llora su pérdida de privilegios y se escuda bajo un (rancio) “hoy en día ya no tenemos libertad de expresión”. Sentado en la terraza de un bar, me pregunto, ¿de verdad tenemos menos libertad de expresión que antes? ¿Acaso seremos menos libres ahora que cuando el caudillo unihuevo encerraba a sindicalistas y periodistas por sus opiniones? Permítanme dudar.

 

Lo que se ha perdido son privilegios. Sí, eso es querido lector, privilegios. Porque el avance en derechos del feminismo, del colectivo LGTBQ+ o de las personas racializadas, implica la pérdida de privilegios en pro de una sociedad más igualitaria, justa y democrática. Pero es evidente que no a todos los sectores de la sociedad divierte el rumbo tomado. Hay quienes aceptan renunciar a sus privilegios y quienes se aferran a ellos como un beodo a una farola. No soy particularmente ducho en física, pero creo recordar de la ESO que la tercera ley de Newton rezaba lo siguiente: “Con toda acción, tiene siempre lugar una reacción igual y contraria”. El progreso conlleva una reacción implícita y los períodos históricos en los que el sistema parece tambalearse, se caracterizan también por la aparición de fuerzas rancias y fachosas cuyo cometido es mantenerlo.

 

En un artículo reciente de eldiario.es, el periodista Antonio Maestre escribía que “la nueva aspiración del reaccionariato wannabe es simular ser víctima de algo”. Víctimas de la corrección política, generalmente. Víctimas de haber de respetar los derechos conseguidos por años de lucha de los colectivos sociales. Menudo drama, tú. Ese sector (rancio) suele quejarse de la cultura de la cancelación y de cómo esta se encarga de aniquilar la libertad de expresión en nuestro país. Me parece una broma de mal gusto rebuznar de tal forma; la cultura de la cancelación no encarcela a nadie. Sigue Maestre: “Nos cancelan, denuncian. Las más de las veces solo se burlan, no dramatice usted”. ¿En qué momento se le ha impedido a Herman Tersch vomitar sus opiniones? ¿Ha sufrido acaso algún tipo de “represión” por sus tuits el nuevo candidato de Vox para las elecciones de Castilla y León?

 

Está de moda lo políticamente incorrecto, a la que yo creo que sería más conveniente llamar reaccionarismo cool. En esencia, consiste en adoptar una postura contraria a todos los avances sociales conseguidos y presumir de ser un paladín de la libertad de expresión que rema a contracorriente. Ya no se pueden hacer chistes sobre la gente con síndrome de Down, que diría David Suárez. Váyase usted al carajo, David. La libertad de expresión no consiste en hacer burla de los colectivos que han sido históricamente el blanco de mofas de toda índole. Por eso, la supuesta incorrección política es un disfraz para poder seguir siendo abiertamente machista, racista u homófobo. Es una estrategia política definida para consolidar la doctrina hegemónica de lo que está a la orden del día y lo que no. En otras palabras, aquel que dice ser políticamente incorrecto está maquillando que es un derechón de cuidado. Porque se dicen víctimas de la corrección política, pero en realidad son “víctimas” de su propio privilegio.

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