Hace una semana mi abuelo falleció en La Habana. El médico de la zona sospechaba que podría tener cáncer, pero, en sus palabras, «ingresarlo en un hospital de la ciudad sería matarlo antes», haciendo alusión a la covid. Mientras tanto, las protestas que se están desarrollando a lo largo del país han cogido de forma desprevenida a la comunidad internacional. Y tiene sentido: a pesar de que la situación en Cuba ha estado protagonizada por la desgracia desde hace muchísimos años, nunca se había visto cierta voluntad de protesta en el pueblo cubano. Algo habitual en el costumbrismo de tantos años cuya única vía de escape ha sido la inmigración.

De aquella inmigración nací yo. Quiero decir que soy el hijo de una inmigrante cubana que llegó a España hace 20 años. Ya es normal que mi madre se sienta española. O al menos una cubana españolizada. Pero en su día dejó atrás su casa y una numerosa familia. De ellos, alguno de mis tíos ha seguido el mismo camino y se ha marchado. Pero allí quedan. Y quedarán. Sin embargo, para estos que no pueden salir las condiciones son, en muchos casos, extremas.

Crisis del coronavirus

El motivo de que las protestas lleguen ahora se halla en la crisis del coronavirus. Pocas veces el país se había encontrado inmerso en una situación tan compleja: los contagios han aumentado exponencialmente, llenando de personas hospitales con gran falta de recursos. Mientras tanto, se habla de una vacuna que aún sigue en fase de desarrollo, sin llegar a los habitantes, y un destino no muy claro en cuanto a la situación epidemiológica se refiere. Sin ir más lejos, la pasada semana la isla notificó 6 923 nuevos casos y 47 fallecimientos en 24 horas; cifras máximas diarias registradas dieciséis meses después de la confirmación de los primeros contagios de la pandemia en el país.

Hace dos años mi abuelo vino a España. Estuvo durante un verano, a través de la bien conocida por cualquier inmigrante «carta de invitación». Fue la última vez que le vi: la intención era la de que volviera de igual manera el pasado verano, pero el coronavirus nos arrebató esa posibilidad. De igual manera se anuló cualquier intención para nosotros de viajar en la otra dirección, a Cuba: descontrol epidemiológico en la isla y cuarentena autoimpuesta por el gobierno en un hotel elegido por ellos; donde te exprimen al máximo en el sentido económico con total conciencia. Una distopía cuyas decisiones son también consecuencia aquí, al otro lado del charco.

Desabastecimiento

La isla se halla también en una fase de desabastecimiento. Para tener acceso a las tiendas de comida es necesario formar cola desde varias horas antes a la apertura de estas. La demanda, en este caso, sobrepasa a la oferta; lo que deriva a que, aun habiendo hecho horas de cola, el consumidor no encuentre a penas productos disponibles. Los precios son, además, desorbitados. Lo mismo ha sucedido con la gasolina durante las últimas semanas que, junto a distintos cortes de electricidad, han terminado con la paciencia de un pueblo que llevaba muchos años aguantando sin protestar.

Puede ser que ahora muchos se pregunten que qué sucederá. Lo cierto es que hacía mucho tiempo que no se hablaba tanto de Cuba como ahora mismo se habla. Pero la realidad es cruda, y en este caso no parece haber mucho optimismo en cuanto a la salida previsible. Podemos tomar como ejemplo lo sucedido hace un mes en Colombia. Lo más probable es que la situación siga igual o, en este caso, peor: durante estos días se ha conseguido enfrentar a los propios cubanos entre aquellos a favor y en contra del régimen. Una especie de guerra civil sin armas en la que se tiene poco que ganar y mucho que perder. Una democracia que jamás existió pero que, aún así, murió en La Habana.

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