«Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas formas que el hombre puede elegir para ser imbécil», Ortega y Gasset.

La anormalidad es lo normal desde que Sánchez e Iglesias son inquilinos de la Moncloa. Después de aquel abrazo incómodo propio de compañeros de piso que se llevan mal, los políticos no han hecho sino superar su frivolidad. Hay quienes juzgaron demasiado a la ligera la ineludible preferencia de Pedro, pero estaba claro que los candidatos no eran los únicos que vivían un drama matrimonial. A los pies del kilómetro cero, Aguado y Ayuso se aventuraban en su propia mentira. Días después, como en un telúrico aleteo de mariposa, España iba a tener una vicepresidenta mucho más fiel al carné del PCE que aún conserva en el cajón, que al acuerdo de coalición que nunca pidió firmar. Y todo gracias a Inés.

Ego

Es difícil saber cuál de los dos declives fue primero y cuál de los dos tocará fondo de último. Lo que es cierto es que Ciudadanos y Podemos han pasado de tener futuro y presente a tener únicamente pasado. Los proyectos de alternativa al bipartidismo se presentaron ante los votantes como jugadores estrellas, y terminaron en un espiral de malas calificaciones hasta ser coronados como los peores alumnos de la clase. Pero Arrimadas tenía algo que Iglesias no tenía: cargos autonómicos, liderazgo en Cataluña y cogobernanza en Madrid, Andalucía, y Castilla y León. La naranja estaba obsesionada con la salida de su homólogo cerúleo, y el morado con la salida de su homólogo carmín. Dos tiros en el pie que suponen el fin de Arrimadas y el fin de Iglesias. Y todo porque ambos han tropezado con su ego. Sus compañeros se han vuelto críticos y, ahora que en Murcia ha dejado de temblar, los fieles esperan que Inés se haya dado cuenta de que poco valía la pena, pero mucho menos valía la firma.

Desprecio

No es secreto que a Iglesias lo aborrece media España, pero en Madrid lo aborrecen tres cuartos. Pablo provocó en 2019 una repetición electoral solo por su afán de ser vicepresidente. Así, y con pleno conocimiento de causa, le permitió a Vox llegar a ser la tercera fuerza política del país. Hoy se va porque se aburre en Moncloa donde “estar en el Gobierno no es tener el poder”, e intenta fichar a Errejón lanzándole un órdago disfrazado de oxígeno, pero que en realidad es una invitación a que se levante de su trono obrero capitalino y le deje el asiento al de Galapagar. Le ha planteado absorberlo de la manera más trivial. Pero no es sorpresa tanto desprecio. Al fin y al cabo, el suyo es un partido tan horizontal, que todo lo tiene que hacer él. Incluso la extenuante tarea de servirse a sí mismo en detrimento de la unidad de la izquierda.

Ayuso grita «comunismo o libertad», Iglesias, «fascismo o democracia». Hay cosas que no cambian, como el que no falte nunca un populista sin su falso dilema. Mientras, al naranja lo van oscureciendo las infaustas decisiones políticas. Hasta que, entre tanto desatino, el cálido y brillante tono del centro de la paleta toma un tinte cada vez más extraño desde el fondo de la sala. Sí, está claro: naranja oscuro, casi morado.

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6 comentarios en «Naranja oscuro, casi morado»

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