Él, Ella, son producto de un sistema donde sentir es el pecado de perder el tiempo. Sentir no es rentable salvo para la compensación del dolor.


  Ella está ahí. De pie. En el reloj no corren más de las doce de la noche y él siente un nudo en la garganta del tamaño de una pelota de tenis. El zutano abdica de proseguir en la levedad de las ropas de ella. Su mujer, su mujercita querida, esa con la que no ha querido tener churumbeles por miedo al desgaste de su libertad, lo espera apoltronada en la cama de matrimonio de su pisito del Barrio de Gracia como la maja desnuda de Goya. Ella en cambio aún sigue ahí. De pie. Semi vestida… Habría que ponerle remedio inmediatamente… Pero él se achanta y, muy disimuladamente, imitando los pasos de un negro que entra en un local neonazi, acomoda su rabito adultero entre las patas. «No puedo hacerle esto a mi mujer, Elisa, entiéndelo». En realidad, su pensamiento es mucho menos empático y generoso. Al Pavo más bien lo que le planea el cráneo es: «Si hago esto, mi mujer se acabará enterando porque miento mal y terminaré solo». Ella no espera de él arrebatos románticos. Ni sorbetes de mojito a la luz de lunas caribeñas. Sólo espera economizar batería (¡qué barato es vivir sin pilas!) en su camarada apinguinado, de pico amurrado con facilidad para absorber a ritmo anfetamínico, que guarda en la mesilla de noche. No es amor lo que desean sus labios, sino la vibración de sus hijos menores del sur. «No estás a la altura de tu propia fantasía», le suelta ella. Él, ofendido, cómo únicamente puede ofenderse alguien a quien se le ha desvelado toda la verdad, patea las dudas y profana su sagrada monogamia. Ella, disfrutona de éxito, embriagada por saberse tan inteligente y deseable como para hacer que un hombre ponga en juego su vida, se deja hacer complacida.

   CHIS, PUN, CHAS, PAM, FLUUUU… pirotecnia orgiástica y luces de neón estropeadas de postre. Parece una novela de Thomas Pynchon; nada tiene sentido y todo encaja sin explicación.

   Al poco, se abandonan el uno al otro. Vuelven a ser individuos. Solos. No cartografiados por sudores ajenos. Él llega a casa. La mujer está despierta, dándole al tinto. Ha tenido insomnio y se ha puesto a leer una revista de maternidad (¿Quién compra revistas de maternidad hoy día? Pues toma, ella sí). Sin duda, aspira a un futuro juntos. Ella pregunta: (poner voz de tipo ronco imitando el timbre de una pija salmantina) «Hola cariño, ¿qué tal con Enrique?». Él, inquieto, pero decidido a tener borrachera sin resaca, pone cara de póker… ¡no!, mejor dicho de sota, que es más de casa y menos from yankeeland, saliendo del paso con el equilibrio y el orgullo del hijo bastardo de un trapecista del circo del sol y una torera.

   Elisa, por su parte, y con la batería descargada de nuevo porque el Pavo ha realizado una faena más mediocre de lo esperado, se mira al espejo. El dialogo con su yo invertido no le resulta del todo satisfactorio. Incluso ella, mirándose a sí misma, pone cara de sota. Su goce se ha visto torpedeado por un germinal instinto de desposesión de su yo dividido que, sin mediar gin-tonic previo, le ha hecho un piquete en favor de la asimilación de otro ser humano. Le tienta aspirar a la unidad. ¡Largo tuercebotas! ¡Fuera! ¡Fuera! Pensar en esas cosas es muy siglo veinte. Ella goza de su acumulación, de la individualidad total, de consumir almas como bolsos a los que abandona habiéndolos probado una sola vez, o con los que tontea orbitando como un buitre en la tienda, pero a los que finalmente termina haciendo ghosting (nunca una tendencia permitió economizar más la empatía). Zumba entonces cual mosquito dopado hasta su teléfono. Entra en Tinder… ¡Buf! ¡Copón! Ni uno de los tíos a los que le ha dado «me gusta» la han obviado. Inspira. Inspira fuerte. Resarcida de dudas. Tiene todo un supermercado de sexo sin compromiso al que acceder. La continuidad es un cuento de viejas narrado por el patriarcado para someter a las mujeres. Ella es ahora libre; liberada, empoderada, digna del esperma del mundo entero si así lo desea. Él, en cambio, no está tan embriagado, pero sí sereno. Equilibrado. Se ha tumbado en la cama junto a su mujer y está convencido de que no habrá consecuencias. Refugiado en el lujo de la coartada, hurga en su interior en busca de arrepentimiento, compasión por la ninfa que ama a ese sátiro… nah, rien de rien, más vacío que una tienda de discos. La infidelidad se aliña con el matrimonio divinamente. Más que arrepentido, lanza las patas al sopor de la noche con la sensación de un crio que se ha portado mal, pero al que Santa le ha traído la deseada bici de montaña. La resignación se ha escondido en el placer de la multiplicidad. Volverá a hacerlo. Volverá a engañarla para sentir que no está perdiendo el tiempo, ni la oportunidad. De tanto en tanto, una comilona sin heces le ayudará a sentir que está viviendo su tiempo.

   Él, Ella, son producto de un sistema donde sentir es el pecado de perder el tiempo. Sentir no es rentable salvo para la compensación del dolor. Ambos programan sus vidas diariamente sin alcorzar las aguas hacia lo inesperado, ambiciosos como son de que todo sea fácil de digerir. Se irán poniendo caras de sota… un !póquer de sotas periódico! para acumular vacíos sin entregarse. ¿Quién quiere arriesgarse a sufrir y trabajar, cuando se puede tener la paga sin pegar palo al agua? Hoy, Teseo practica la mentira y el abandono con Ariadna, no porque sea una cabrón desalmado, sino porque, a la hora de la verdad, ninguno de los dos aspira a que lo suyo dure más de un par de noches. Teseo ya no es el malo de la peli, sólo el síntoma de un espíritu tan popularizado, que pronto no tendremos argumentos, ni cómplices, para criticarlo.

   Con más frecuencia cada día veremos caras de sota en todo el mundo. Veremos como nuestra desconfianza aumenta, y una sociedad desconfiada es una sociedad insegura y pobre. Encomendándonos por inercia a una acumulación de experiencias siempre positivas, a las que no se les permite la profundidad del error y el esfuerzo del reparo, enmarcadas en relaciones negativas estériles de sentimiento.

   Doblen sus apuestas, amigos, la mano pinta victoria.

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