Mañana, como cada 12 de agosto se celebra el Día Internacional de la Juventud. Un día para reconocer el trabajo que realizan jóvenes de forma voluntaria, que conscientes de la difícil realidad de su tiempo se han propuesto transformarla. No obstante, mañana no solo deberá ser un día de reconocimiento, sino también para exigir la puesta en marcha de políticas de juventud. 

En España, nuestra Constitución lo deja bastante claro. En su articulado concibe a los poderes públicos como promotores de la participación libre y eficaz de la juventud en el desarrollo político, social, económico y cultural. Sin embargo, hoy en día la generación de políticas públicas para la juventud es una asignatura pendiente para cualquier nivel de la administración española.

Su ausencia muestra la despreocupación de nuestra clase política por la situación de sus jóvenes. Es la prueba de la existencia de un egoísmo generacional que les impide pensar a largo plazo. ¿En serio a alguien le puede extrañar que todas las encuestas y estudios sociológicos nos muestren una profunda desafección de la juventud hacia sus representantes políticos y hacia la política en general? Porque a mí no. 

Esta despreocupación es patente desde el estallido de la crisis económica de 2008. Desde ese año, las políticas de juventud fueron las primeras en sufrir importantes recortes presupuestarios y, en muchos casos, hasta llegaron a desaparecer. La participación juvenil quedó muy mermada y el mandato constitucional incumplido. Con ello, lo que se ha perdido ha sido toda una cultura participativa que desde los años 80 se venía fraguando y que no soportó el duro golpe que le asestaron los años de recesión. 

A todo esto, ahora hay que sumarle la nueva situación de parálisis política en que vivimos instalados. Una situación que lejos de ayudar, lo ralentiza todo aún más. No obstante, si algo de bueno tiene la incompetencia de muchos de nuestros políticos es que, ante la falta de políticas de juventud, los jóvenes hemos decidido movernos recurriendo a fórmulas alternativas de participación e incidencia política, tales como el asociacionismo, para reclamar políticas de juventud realistas y que respondan a las verdaderas necesidades de los jóvenes. Lo malo de esta situación: que mientras la sociedad civil se hace más fuerte, la desconfianza de la juventud hacia la clase política sigue aumentando. 

 

 

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