Todos sabemos que la impuntualidad es un defecto. Aun así algunos osan a lucir como una insignia el «arte de llegar tarde» mientras que para otros no es ni un premio de consolación. Es más, nos desquicia. Somos de esos que llegan a tiempo, a veces demasiado. Y no, por mucho que digan no es lo mismo pasarse de prontitud que de tardanza.

Se puede comprobar fácilmente, partiendo de un plan tan común como ir al cine. Lo de la compañía lo dejo para la imaginación de mis lectores. Lo importante es que la película empieza a las 18.30 y no quieres perderte fotograma, por insustancial que sea. Si llegas a las 18.15 te lo puedes tomar con calma, disfrutando de una gran experiencia. Al contrario, son las 18.25, has quedado y tú estás papando moscas. No hay medio de transporte tan rápido ni puerta del Ministerio del Tiempo tan inmediata como para solucionarlo. Ni tú ni tu(s) acompañante (s) veréis el largometraje; bronca asegurada.

Sí, hay que reconocer que a veces los adictos a la tardanza dan cierta envidia. Viven felices sin importarles el paso del tiempo, con profunda indiferencia entre quedar bien y quedar mal. Los estoicos alucinarían con su imperturbabilidad ante el sentenciador movimiento de las saetas del reloj. Esas saetas que marcan la reincidencia.

A todos se nos ocurre gente que encaja en esta definición. Sin embargo, quizá no nos hemos parado a pensar en la puntualidad de lo sentimental a la que cantaban Carlos Sadness e Iván Ferreiro. «Quien espera desespera» se suele decir. Para esta suele haber cambio de papeles, variando nuestra actuación según la situación.

Quizá no sea sólo impuntualidad sino que se le sumen factores como el miedo o la creencia de que estamos molestando, entre otros. ¿Cuántos mensajes habremos esperado? ¿Cuántas veces lo enviamos y ya era tarde o no lo enviamos? Reconocemos todos que hemos que hemos estado en los dos bandos, francamente en ambos se sufre mucho. Solamente queda lamentarse, pensando en lo que pudo haber sido al tiempo que la vida continúa. Que yo te esperé y tú, desesperaste.

Estamos a mil cosas y olvidamos gran parte de lo que hay a nuestro alrededor. Sumergidos quizá en un mar de pensamientos o con los ojos absortos en la pantalla. Sí, a veces es una buena vía de escape, pero nos puede hacer perder momentos irrepetibles. Y claro, nos damos cuenta del valor de todo cuando ya es demasiado tarde. Algunas ocasiones, por ejemplo tras la muerte de alguien, es irreversible. No supimos expresar nuestros sentimientos correctamente, aunque quizá esa persona llegó a percibirlos de alguna manera. Aparece el arrepentimiento otra vez.

Hay otras cosas más claras, como las oportunidades que se pierden por no cumplir los plazos. Adiós a nuestro año Erasmus. Otro avión que despega sin nosotros dentro. Otro tren que abandona el andén ante nuestros ojos llorosos. Y no, es que no aprendemos. No somos capaces de entender que el mundo tiene cosas mejores que hacer que esperarnos. Las cosas son como son, toca adaptarse. Otra vez procuraremos llenar nuestra habitación de recordatorios o pondremos la alarma 4 horas antes (sin remoloneos).

Para no robaros más tiempo, no vaya a ser que estéis llegando tarde a algo leyéndome, quiero invitaros a reflexionar. Envía ese mensaje, decide si quieres seguir esperando o si es mejor buscar otra compañía mejor. Demuestra lo que te importan los demás, de la forma que más te guste. Si quieres hacer algo de verdad, sacrifica un poco para cumplir tus sueños y no los dejes escapar por tu culpa. Lo más importante, llega a tiempo.

“Sé puntual: el tiempo es nuestro más preciado regalo. La puntualidad es nuestra particular reverencia a la muerte.” María Fornet.

Siempre esperándote- Carlos Sadness e Iván Ferreiro

 

 

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