Recuerdo sustancialmente cuando mi prima, tres años y medio mayor que yo, se presentó a la selectividad. ‘No le habléis por Whastapp, se ha desinstalado todas las aplicaciones del teléfono’. ‘Lleva encerrada estudiando dos semanas, sin salir de su habitación’. Wow. 

Qué mal adornaban eso de segundo de Bachiller. Suerte que yo todavía correteaba por las tontorronas matemáticas de tercero de la ESO, por las mudanzas hormonales de aquella época y por el postureo pobretón y de chiste privativo de los quince años. 

Esa noche me fui a dormir rezando por mi prima y deseando que la suerte la condujera a una buena nota. Cuando sonó el despertador al día siguiente era yo el que buscaba algo de suerte en cada párrafo de mis apuntes de Lengua, Historia y Latín. Con el pelo un poco más largo, algún piercing nuevo, las consecuencias de que alguien un día decidiera almorzar murciélago (?) y las velas de los dieciocho ya sopladas, salía aquel 1 de junio de mi casa con dos horas de antelación para el primer examen de la EBAU. 

Pasaron reflejados por mi ventana tres años con la misma velocidad e incandescencia que una noche. Con estrellas, que salen, danzan y te hacen sentir que no estás solo; con la Luna, adornando las alturas y bautizándose como luz y guía, pero también con oscuridad, tan mal cuidada, pero tan libre, que te incita a saltar sobre ella. Y así, mientras terminas de estudiar la Guerra Civil y su literatura y comienzas a repasar Romanización y Al Ándalus, se persona el amanecer. Aquel primer Sol del sexto mes de 2021 daba la bienvenida a un juicio nervioso que acompañó a la población durante tres días. Era el único sentimiento que perfumaba la ciudad. No sólo por parte de los alumnos: padres, profesores, primos (véase línea uno) y vecinos. Todo el mundo entraba en la definición del diccionario de nervios. Hasta los semáforos se ponían histéricamente en rojo, los edificios de los institutos competían y se pitorreaban entre ellos y las estaciones de tren acogían a los poetas que buscábamos refugio e inspiración en sus andenes, como descanso del insano caos que nos estrechaba por las últimas semanas de mayo.

La estación de tren de Lorca Sutullena. Foto tomada el 4 de mayo de 2021, a un mes de acabar la selectividad

Fueron tres días curiosos. Desde lágrimas de emoción, a lágrimas de decepción, a abrazos desmelenados, a estómagos cerrados incapaces de dejar hueco a algún tipo de alimento. Dudo que alguna vez en mi vida olvide las reacciones al salir de un examen, comparando respuestas, o los miedos antes de entrar al siguiente, donde no nos quedaba otra opción que mirarnos los unos a los otros y soltar algún comentario de tipo: ‘Estamos cada vez más cerca del final de todo esto. Ánimo’. 

Lo que en aquel momento no sabíamos era lo literalmente cerca que estábamos del final. 

Y lo que suponía aquel final. 

Al entregar el último examen, al salir del aula de esa prueba y al abandonar el centro donde hora y media antes llegabas soñando con el sentimiento de libertad que ibas a experimentar al irte, se podía decir que llegabas a la meta. Se rompían las cadenas, se caducaban los cafés y por fin podías comer de nuevo. El Sol aplaudía y resoplaba aliviado, los semáforos se vestían de un verde optimista y estival y las estaciones de tren se preparaban para enviarnos a nuestro próximo destino como universitarios. Espera un momento.

¿Qué?

¿Universidad? 

¿Cómo es posible que haya malgastado dos años enteros centrándome, precisamente, en llegar a la universidad, y ahora que ya está todo el trabajo hecho, todos los exámenes escritos y todos los apuntes en hogueras, tenga que dejar atrás todo esto? 

¿Por qué solo mirábamos la perspectiva de un futuro sin escribir, en vez de prestar atención a nuestros últimos renglones como adolescentes de instituto?

¿Cuándo voy a poder disfrutar de mi último año como estudiante del sitio que me ha visto transmutar de un mocoso incomprendido a un poeta libertado con septum y degradado?

El aula donde daba Filosofía en segundo de Bachiller

Algo estaba destinado a romperse en mí ese día. Alejándome, lentamente, de mi querido Ros Giner (el segundo lugar donde pasé más horas desde los doce años, solo adelantado por mi propia casa). cuyas paredes me vieron aprobar aquel examen de Filosofía que pensaba haber suspendido, llegar el día después de la final de Operación Triunfo 2017 eufórico por la victoria de Amaia y deseando comentarlo con mis amigos, recibir un premio de escritura que me ayudó a vencer mis miedos o conocer a mi mejor amiga Laura. También me han visto luchar por mantener los ojos abiertos los lunes a primera hora, batallando contra el aburrimiento tras entrar por su puerta; pero a la misma vez se han tenido que desternillar de la risa al haber presenciado algunas de las anécdotas más humorísticas que he vivido en mis dieciocho años de vida, en sus aulas. Aulas que atestiguaron también las mariposas tras charlar con lo que se podría catalogar como primer amor, ensayos del coro del instituto para ir a cantar a los escenarios de Praga, la exposición de Historia de cuarto de la ESO que no dejaba dormir a nadie o el primer día de clase de segundo de Bachiller, entre mascarillas y unos cuantos metros de distancia. 

El aula donde daba Lengua en segundo de Bachiller

Tengo un bonito álbum de recuerdos en el instituto guardado en mi corazón que la euforia y la alegría de no ser más tiempo esclavo de la palabra ‘EBAU’ opacó por completo. Es decir,  ganaba en mí el sentimiento de entusiasmo por dar la bienvenida al verano sobre el sentimiento de tristeza de graduarme. No sabía yo que el verano lo podré vivir unas cuantas veces más; probablemente algunos serán más calurosos que otros, con más alcohol, con más fiesta, más playa y más regodeo. 

En cambio, nunca más podré volver a mi instituto de la misma forma que aquel junio de 2021. Ni en mayo. Ni en abril. 

Deseaba con tantas ganas poder verme saltando por las aceras de mi ciudad sin tener que recogerme para estudiar que dejaba atrás mis años de instituto sin reflexionar sobre ellos ni, mucho menos, sin agradecer a los profesores que me habían ayudado a llegar a la orla.

Curioso, muy curioso todo. Se estampa en mi mente de una forma delicada e inolvidable, un retrato de hace cosa de un año o así, donde mi yo estresado por tener 84 exámenes al día se sentó a reflexionar sobre cómo era imposible que, al acabar ese curso, lo echase de menos. ‘¡¿Cómo voy a echar de menos algo que me está costando la salud?!’.

Ingenuo de mí, sin saber que doce meses más tarde tendría que callejear cinco horas en tren para cenar con mi mejor amiga (que antes veía diariamente en los recreos), sin apreciar el tacto y cariño de (algunos) profesores y sin ser capaz de ver que mi individualización afectiva y mi metamorfosis a un intento conceptualizado de adulto responsable también podía afectarme psíquicamente. 

Mi universidad, Carlos III

Como dice Marc Seguí, ‘me he cortado el pelo, me he comprado otro tinte’. Me gusta comparar las fotos de hace un año con mis más recientes retratos, porque creo que, en cierta medida, se puede ver un poco de todo. Mi nuevo yo refleja pinceladas de libertad y personalidad trazadas por la influencia de Madrid y su gente, un esnobismo que sostiene en plena vigencia mi defensa de moda, la tentativa de proyectarme como mis referentes estilísticos y un afán constante a convocar una aglomeración de miradas en mí. 

Resumidamente, la vida universitaria te cambia. Creo que no te queda otra opción que desdoblar las alas y curiosear por la vida. Si tuviera que definir lo que llevo de universidad no me alejaría de los términos ‘independencia’, ‘descubrimiento’ y ‘autogestión’. Es inevitable que, habiendo tantos kilómetros entre tu habitación y tú, no te obligues a ti mismo a crecer y a aprender, sea como sea, de las situaciones cotidianas que se perfilan frente a ti diariamente. 

Madrid es mi ciudad. No es una suposición, ni una duda. Es una respuesta, un enunciado, un principio. No es que esté destinado a acabar en ella, es que ella está destinada a acabar en mí. Es ella la que siempre termina volviendo, la que da pie a la poesía y la que me inaugura sus oportunidades. Aunque esto me haga muy feliz y sepa que ya danzo donde tengo que danzar, vuelvo a entristecerme al pensar en todo lo que he dejado atrás este pasado año. 

Hace un año, marzo del 2021, era muy feliz. Recuerdo ir a un par de cumpleaños (incluyendo el mío) y darme cuenta que jamás me había sentido tan completo. Que estaba rodeado de aquellas personas que habían hecho de mi adolescencia un lugar increíble. Claro que estaba estresado, tenía exámenes y la EBAU se preparaba para ponernos la zancadilla a la vuelta de la esquina. Pero creo que supe celebrar mis últimos meses en el instituto de forma que, inconscientemente, no puedo evitar recordarlos con especial cariño y melancolía, obviando la proclividad a la tendencia ansiosa en la que prácticamente todos nos basábamos en aquel entonces.

Por si alguien sigue dudando, salta a la vista que soy un romántico, otorgando preponderancia a los sentimientos positivos de segundo de Bachiller cuando también pasé noches en el hospital, tardes en clínicas polivalentes, perdí a mi abuela y adelgacé tanto que no quisiera reflejar la cifra en un artículo que cura tanto como la medicina la nostalgia. Podría historiar en otra página la lista de acontecimientos trágicos que me acompañaron en este curso escolar, reflexionar, más aún, sobre mi 2021.

Básicamente, ‘tiempo pasado siempre fue mejor’. Eso aprendo, más que nada, de este artículo. Es gracioso, porque si bien hace un año soñaba con el Miguel del año siguiente, en Madrid, saliendo de fiesta y con el pelo naranja, el Miguel de ahora, que sale de fiesta y tiene el pelo naranja, sueña con el de hace un año. Con la inocencia, la ilusión y las ganas de comerse Madrid. Con la gente que seguía aún ahí y hoy ya no está. Con los exámenes de Literatura de subida de nota. Con la llamada de teléfono que mantuve con mi madre cuando salieron las notas de la EBAU y, después de la racha que llevaba, saqué un 13. 

Con el Miguel adolescente, sacado de guion de la más nueva producción de Netflix.

Porque claro, uno puede comerse Madrid, salir de fiesta, ir a conciertos, a museos, tropezarse a Aitana por la calle, conocer a gente, aprender, comprar, estudiar, beber, beneficiarme de las oportunidades que tengo en la palma de mi mano y evolucionar como persona. Puedo ir a mil sitios y hacer otras mil cosas. Pero, ¿sabéis algo que no puedo hacer en Madrid?

Ir a casa.

 

 

Agradecimientos especiales a Rosario Montiel por las fotos del instituto. 

Artículo dedicado a todos los profesores que, en los últimos seis años, han dejado un trocito de su corazón en el mío, sin yo saber verlo. Ojalá sigáis construyendo gente de forma tan bonita y admirable por muchos años. También dedicado a las doce personas que invité a mi 18 cumpleaños, por ser mi adolescencia, aunque no todos estemos en el mismo tren. 

‘Sometimes I wish that I could freeze the picture, 

and save it from the funny tricks of time’ – 

ABBA

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Un comentario en «Un año después de acabar el instituto»

  1. Me encanta. Hay un cariño y sutileza en las palabras que expresan todo lo que el corazón quiere decir. Se nota que fluyen los sentimientos, alegrías y nostalgia por experiencias vividas y personas que han formado parte de tu vida.
    Enhorabuena.

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