Siete meses después de escribir mis últimas líneas en Código Público, he decidido volver. A veces, es necesario parar, observar, reflexionar y coger impulso para poder ver la realidad con perspectiva suficiente.

Durante este periodo, nuestro país y el mundo que nos rodea ha experimentado un deterioro constante en casi todos los aspectos de nuestra vida diaria. Hoy tenemos un país más débil, con una economía en crisis y sin visos de recuperar el vigor de otras épocas, y un grado de pobreza y desigualdad social en niveles récord. Desde el mes de octubre, las noticias positivas que hemos recibido podrían resumirse en una: la llegada de la vacunación masiva contra la COVID-19 que parece abrir un rayo de esperanza para los próximos meses.

Sin embargo, lo que no parece mejorar, a pesar de que ya se intuye en el horizonte el posible final de la pandemia, es la acción diaria del Gobierno. En el mes de octubre exponía una serie de errores insalvables que hacían de la acción de este Gobierno un lastre para el desarrollo del país. En este momento, el lastre ha devenido ya herencia gravosa. Y la ciudadanía es consciente de ello. Permítanme contextualizar.

Tras la campaña publicitaria de enero, donde todos descubrimos que el perfil aparentemente sereno y sensato de Illa no era sino la estrategia de “un tapado” para colocar la bandera socialista al frente de la Generalitat de Cataluña, en el PSOE se las prometieron felices al atisbarse por delante un largo periodo sin elecciones a la vista en la que poder tomar decisiones sin importar su impacto entre la opinión pública. Tan grande fue la borrachera de poder, que a algún trilero con ínfulas de Frank Underwood le pareció oportuno llevar a cabo una de las operaciones de derribo de un gobierno más chapuceras que recordará la política: me estoy refiriendo a las mociones de censura de Murcia y de Castilla y León.

El espectáculo estaba servido porque en Madrid, donde llevaban meses esperando la ocasión para librarse de un incómodo socio como Ciudadanos, “Santa Isabel de Ayuso” empleó la coyuntura para dejarnos a los madrileños expresar nuestra opinión política “en libertad” y de forma directa. Permítanme la referencia a la Presidenta de la Comunidad de Madrid en este sentido no por haber sacado a Pablo Iglesias del Gobierno, sino por habernos librado de una segura prórroga del segundo estado de alarma, y una recuperación forzada (y forzosa para algunos) de la normalidad que nunca debimos abandonar.

Las urnas hablaron alto y claro y dijeron cómo valoraba la ciudadanía varios meses de gestión calamitosa por parte de Moncloa. Todo ello pese a los frustrados intentos de impedir a los madrileños votar y decir públicamente lo que pensaban, con sendas proposiciones de mociones de censura que llevaban meses guardadas en un cajón. Vivimos una esperpéntica campaña electoral donde hemos visto guerras de navajas, debates abortados y eslóganes frívolos que sólo podían volverse contra quienes los promovían. Me quedaré con dos que parecían premonitorios: “No es solo Madrid, es la Democracia” fue el lema de campaña del PSOE. Y efectivamente, tenían razón. Era la Democracia que ellos llevaban prostituyendo durante siete meses con un estado de alarma que algún día, el Tribunal Constitucional calificará como inconstitucional por pervertir para varios meses un instrumento pensado para ser refrendado por periodos quincenales. El segundo que tampoco tiene desperdicio fue el de Unidas Podemos: “Que hable la mayoría”. Hay un sector de la izquierda que tiene la mala costumbre de arrogarse la potestad de ser la -única- voz de la gente, a pesar de no ganar nunca absolutamente nada, así como de dar carnets de buen demócrata, de progresista, o de persona de izquierdas. Recientemente hemos vuelto a verlos en todo su esplendor atacando el acertado discurso de Ana Iris Simón tratando el tema de la despoblación rural.

Por cierto, a raíz de lo anterior, permítanme otro inciso. Dejen de banalizar la palabra fascismo. Fascismo fue lo que vivió este país durante la Guerra Civil, donde por escribir artículos como este o totalmente contrarios a este, acababas enterrado en una cuneta. Fascismo fue exterminar a millones de judíos, homosexuales y minorías en horrendos campos de concentración. Fascismo fue marginar socialmente y durante décadas a grupos y colectivos sociales por ser o pensar de cierta manera. Fascismo NO es sentarte en una mesa a debatir y decir lo contrario de lo que pueda pensar el líder de un partido político concreto.

Todo esto ya es historia, pero todavía falta mucha crónica política por escribir y analizar en esta legislatura.

Este último mes da buena cuenta de ello. Las encuestas -todas, sin excepción. Perdón, el CIS sigue yendo por libre- marcan un claro cambio de ciclo político. Y las noticias que hemos ido conociendo en las últimas semanas parecen contribuir a ello.

Como apunta la coloquial expresión, en el último mes “no dan pie con bola”. Estas han sido las intervenciones más destacadas en el último mes por parte de miembros del Gobierno:

  • La recomendación de aplicar la segunda dosis de Pfizer a vacunados con Astra Zéneca en primera instancia. Los propios afectados han mostrado ya lo que opinan de que su salud ande sujeta a criterios políticos. En Moncloa han perdido el partido por 9 a 1.
  • Subir la factura de la luz tras llevar años promoviendo la conciliación horaria. Premio accésit a Carmen Calvo por “el temazo no es a qué hora se plancha sino quién plancha”. Claro que sí, señora. Dígaselo a la gente que sufre por pagar la luz a final de mes y que no dispone de servicio a su cargo ni de partidas ministeriales donde cargar los gastos del Mercadona.
  • La gestión de la crisis de Ceuta y las relaciones diplomáticas con Marruecos. En algún momento habrá que replantearse si merece la pena que España mantenga tan malas relaciones con Marruecos por un conflicto que terminó hace, casi, cincuenta años.
  • El Plan 2050. Un plan de reforma estructural cuyo hito más destacado es prohibir los vuelos de corto alcance. Como ya ocurrió con el famoso Plan de Resiliencia, se habla mucho de conceptos hetéreos y poco de medidas reales y efectivas. Como curiosidad, busquen en estos documentos las palabras “industria de bienes de equipo”. Un plan de reforma económica que obvia estos términos ya dirán ustedes para qué sirve.
  • El cobro por uso de las autopistas, después de promover durante años su gratuidad en pro de una mayor seguridad vial de los conductores. Claro, que gastar mil doscientos millones de euros en su mantenimiento es un dispendio inasumible pero gastarte esa misma cantidad en RTVE, otro tanto en televisiones autonómicas o casi la mitad de esa cuantía en el estéril Ministerio de Igualdad no deben de serlo. Sólo en intereses de deuda pública pagamos al año más de treinta mil millones de euros. Igual habría que replantear otras cuestiones antes de cargar a la ciudadanía por bienes que ya hemos pagado todos los españoles.
  • La creación de una Agencia Espacial Española que ni ellos mismos han sabido justificar.
  • El semáforo de gestión pandémica. Un año después de desentenderse de la pandemia han querido aparentar que tomaban de nuevo la iniciativa, aunque como dice el refrán, “Manolete, si no sabes torear, pa’ que te metes”.
  • La concesión de indultos a los presos del procès. En relación con este punto, somos muchos los que pensamos que la situación de Cataluña debe ser dialogada, puesto que ahí comenzó el problema. Recuerden que todo esto se remonta a 2012, cuando Artur Mas fue a Madrid a reclamar el concierto fiscal y volvió de vacío. CiU se volvió independentista y el resto ya lo conocemos. Siempre he creído que un modelo federal no puede considerarse completo sin la gestión autonómica en materia fiscal, pese a los ajustes que implicarían en ciertos territorios que han malgastado la financiación extraordinaria recibida durante tantas décadas. Sin embargo, lo que resulta un insulto a la inteligencia es plantear estos indultos como una transacción parlamentaria. “Sácame al Oriol de la cárcel y el año que viene te votaré los Presupuestos”.

Y es que, por encima de la desidia, uno de los grandes defectos de esta clase dirigente es la soberbia. La prepotencia de quien no sabe hacer pero se cree imbuido de un aura de poder otorgado mediante gracia divina. Hacer política sin carisma ni credibilidad es sinónimo de fracaso garantizado y el Gobierno parece haber alcanzado este punto de no retorno. Si no sabes, al menos no molestes. Algo que en el PP de Madrid han sabido aprehender con gran acierto. Porque, a pesar de los cánticos de sirena de una lenta recuperación económica cuya mayor aspiración es regresar a las mediocres cifras de 2019, más parece la situación del 2009, y ya sabemos todos cómo terminó la historia. Esperemos que el futuro nos depare mejor destino que la última década. En próximos artículos, hablaremos de los jóvenes.

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