Juan Mari Arzak, uno de los pioneros de la Nueva Cocina Vasca, forma un tándem de ensueño con su hija, Elena. Juntos dan forma a un menú cuyo precio oscila los 250 euros y que se caracteriza por su perfecta conjugación de modernidad y tradición.

Cuando mi madre llegó a casa, la tarde del 15 de marzo de 2019, me recordó a mí cuando, cautivada por una verborrea febril, volvía del colegio. Conmigo como única presencia en su foro, disertó largo y tendido en un monólogo marmolado de anécdotas inconexas que sentía la necesidad de relatar, como si el verbo fuera a inmortalizar in perpetuum las aventuras de un día memorable. Habló de que había comido demasiado queso, “con lo mal que me sienta”, de lo bien que lo había pasado y de que, “fíjate, siempre me mancho”. Yo, que esa noche salía, estaba preparándome mi reglamentario bocadillo de tortilla, indispensable para hacer base, y comencé a dudar de si mi madre había estado, como había prometido, en su fiesta de jubilación o en el pregón de las fiestas de un pueblo. De pronto, habló de Arzak. “¿Qué pasa con Juan Mari?”, me sorprendí, como si todas las ediciones vistas de Masterchef me otorgaran el derecho para tutearle.  “Que nos vamos, que me lo han regalado, a San Sebastián”, se atropelló. “Es un viaje para dos. Me han dado una tarjeta para canjearla en el hotel que nos guste y la invitación para comer en Arzak cuando queramos. Nos vamos tú y yo porque somos las que más disfrutamos con estos planes”.

Estaba en lo cierto; mi madre y yo tenemos muchísimas aficiones en común, pero, de todas ellas, hay una que disfrutamos especialmente al alimón: la de comer. En ningún sitio hablarán mejor de nosotras que en un bar o un restaurante, adonde, la verdad, vamos a tiro hecho: en muchos de ellos, cuando nos ven entrar, de forma autónoma y sin mediar palabra, comienzan a prepararnos lo de siempre. Así que supe que hablaba en serio porque nosotras nunca bromeamos con el condumio y el vino. Ante la ilusión de una nueva aventura, nos abrazamos como si hubiéramos estado años sin vernos, separadas por un muro o un secreto. Yo le dije lo que ella ya sabía; le dije que la quería más que a Tintín, y que al punto y coma y, que a Almodóvar, y que a la tortilla de patata con cebolla. Más que a todos juntos y sumados, que creo que es lo más bonito que se le puede decir a alguien a quien quieres tanto.

–Ay, madre, ¡qué bien nos lo vamos a pasar! Juntis (sic) y en equipo, como Javier Marías y Pérez Reverte.

–O como Paul Newman y Robert Redford en El Golpe.

Cada una, –ella, criada en la España franquista, y yo, una millenial en rebeldía contra su etiqueta generacional– con nuestras referencias. Es parte de nuestra relación: nos reímos por cualquier chascarrillo y lo vivimos todo con una felicidad de viernes noche que nos lleva a dramatizar en broma y a querernos como las canciones de Los Chunguitos o en las leyendas medievales. Por eso, cuando entramos, meses después, en el restaurante de Arzak y nos sentamos en la mesa que llevaba nuestro nombre, lo vivimos como lo que era: como un regalo. Al primer paso, me dije: sí; la vida, el destino, Dios o cualquier ente del más allá me estaba recompensando por ayudar a las abuelitas a encontrar el gazpacho Alvalle en el supermercado, por enseñar a mi padre a utilizar el móvil, por cambiarle los pañales a Minilú.

Tras mi reflexión existencial, nos sentamos y un desfile de camareros simpatiquísimos y atentos dispusieron a nuestro alrededor todo tipo de utensilios de cubertería destinados al placer carnal de estómagos militantes como los nuestros. Por si faltaba algún objeto en ese festival de coleccionables, mi madre extrajo de su bolso el último baluarte de las viejas costumbres: su pastillero. Se enchufó la pastilla de la tensión, y, sobre todo, la del estómago: el día anterior nos habíamos ventilado un besugo que, de tan lustroso, nos costó digerirlo un sinfín de paseos por la Concha, como si en nuestro interior este canalla encantador estuviera acumulando varias vidas.

Terminado el calentamiento, la metre nos recitó el menú de degustación, por llamarlo de alguna manera. Enumeró unos cincuenta mil platos, mientras nosotras decíamos a todo que sí temiendo ofender a los dioses de la gastronomía. Habíamos venido a jugar. No obstante, al sexto título, a la décima alusión a un crustáceo marino, percibí como mi madre, medio ida, medio hechizada, se ausentaba mentalmente de la exposición, saciada ante tanta terminología alimenticia, que ya saboreaba de antemano. Por lo menos, no solo desconecta de mis conversaciones, me consolé interiormente. Despertó, sin embargo, de su estado de enajenación con su pregunta preferida: “¿Vino tinto o blanco?”. En materia de caldos mi madre siempre es partidaria y nunca vota en blanco: “Tinto”, zanjó.

–¿Alergias?

–No.

–¿Alguna intolerancia?

–No.

–¿Manías?

–Mire, usted, las habituales en la vida.

–Me refería al menú.

–Ah, no, no: a nosotras nos gusta todo.

Al tiempo que nos traían las primeras cinco tapas –pescado afortunado con yema curada, esfera de erizo de mar y cítricos, maíz maseca, miel y foie, galletas de txangurro y tartar de frutas con anchoas–, mi madre, orgullosa de su nuevo puesto, les contó a todos los camareros que nuestra visita era un regalo de jubilación. No había marcha atrás: en la mente de todos, a la primera de cambio, ya nos habíamos ganado un mote: el de la jubilada y su hija.

Pimplados los tentempiés iniciales –divertidos, ricos y muy originales– comenzó la segunda parte del menú, integrada por cinco platos; tres de ellos invariables y dos de libre elección según el pescado del día. Mi madre, “por cambiar”, eligió un mero macerado en koji con uvas de mar y piparras cuyo equilibrio de sabores yo, por mis propios medios, me encargué de probar. Al otro lado de la mesa, cayó en mis fauces un bogavante salteado y acompañado de puerros decolorados y crujientes de plátano, que todavía hoy relamo en sueños. Este y el siguiente plato, carabineros con corteza de krill, serían la máxima expresión de una cocina cuyo discurso se ancla en la cultura del producto local, que aúna en sus creaciones una considerable cantidad de texturas que siempre tienen algo que decir.

En su menú de degustación, se transparenta la irrenunciable querencia de la firma por comunicar una realidad común y conocida, porque la de Arzak,a pesar de cargarse del ritmo de la alta cocina, es una poesía de la experiencia: el comensal la entiende y, por tanto, tiene donde reconocerse. Su marca te regala un baño por el Cantábrico, pero también un paseo por el Monte Urgull o el interior de la meseta, aunque siempre al a la sombra de nubes que proceden de todos los lugares; de ahí, su uso avanzado de condimentos de la cocina oriental o de productos habituales en el continente americano. Dominando todo tipo de cocciones y a partir de una técnica depurada, su restaurante te brinda la oportunidad de saborear lo mejor de la gastronomía, sin renunciar a la inspiración popular que subyace tras el siguiente plato del menú: Huevo con maíz, gominolas de tomate y chorizo y setas. Todos estos elogios nos esforzamos en trasladar, cubierto en mano, a Elena y Juan Mari Arzak, que, sucesivamente, conversaban con la clientela.

–De verdad, están todos los platos riquísimos –comenzó mi madre nuestro panegírico por fascículos.

–Y muy coloridos.

–Preciosos.

–Nos hacía mucha ilusión venir.

–Es que se come de maravilla.

Padre e hija, por su parte, agradecieron nuestras felicitaciones con la naturalidad de los genios que actúan como mortales. En consonancia con todo el servicio, su amabilidad, sencillez y saber estar nos hicieron sentir como en casa. A ello  colaboró también la pulcritud de la sala, un comedor donde predominan tonos oscuros que aportan la elegancia que asimismo destaca en los platos: como máximos paradigmas, el rape negro con alubias, que tomó mi madre a continuación, y la merluza acompañada de espinaca, cúrcuma y verduras encurtidas, que disfruté yo. Elegancia en el sabor, pero también en el emplatado, dispuesto con una armonía geométrica a la altura de Mondrián.

Terminamos la parte fuerte del menú con un cordero en dos salsas que ponían en valor la importancia de la tradición reinterpretada con los conocimientos de la vanguardia culinaria. Cuando me llevé un trozo de carne a la boca fue como toparse con un amor correspondido: la magia había surtido su efecto. “¿Quieren repetir?”, preguntó la metre, pero yo no estaba para contestar: decía tonterías sin dejar de pensar en mi amante lechal.

El momento más tropical del menú se reserva para los postres. En la primera tanda, más refrescante, escarcha de guayaba con helado de limón fermentado y polvo de açai, para mi madre, y espuma y escarchado de mezcal junto con polvo de plaliné y almendras, para mí. Por último, un invitado de honor que nunca se pierde una de estas: el chocolate. Mientras yo me ventilaba un cubo de chocolate con trozos de menta, neroli y kiwi, mi madre dudaba de su hoguera de cacao, con chocolate ahumado y ceniza de vainilla: “Parece una escultura”. “Todo lo que hay en el plato se come; dice Chicote”, le animé.

Nos despedimos de toda esa gente maravillosa que nos habían hecho tan felices, les invitamos a Zaragoza y creo que, bajo los efectos embriagadores a los que te someten esos manjares, soltamos alguna tontería más, dando salida a todas esas palabras de gratitud que se habían cocinado a fuego lento dentro de nosotras con cada mordisco. Salimos y el mundo continuaba ahí. Era jueves y el sol brillaba con intensidad. Nosotras, de paseo, aprovechamos para recorrer todo ese paisaje que acabábamos de zamparnos.

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