Capítulo 3. La conexión. Por Ángel Gómez-Lobo

Un veloz tren llevaba a Andrea a su casa después de un largo día de universidad. La joven observaba a través de la ventana la perezosa noche del invierno que, desde el cambio de hora, tiende a rodear con su manto de oscuridad las ciudades, que por esas fechas parecen haber renunciado a su actividad bullente para hibernar hasta el regreso del sol en primavera.

Como todos los años, el ciclo se repetía. Para Andrea, la aparente variedad de la existencia se reducía a un ciclo uniforme que se recreaba una y otra vez. El traqueteo constante del tren, las aleatorias refracciones de la luz de las farolas en las ventanas y el sonido que los vagones arrancaban de los raíles, improvisadas cuerdas de violín, eran parte de ese entramado, de esa rueda que giraba en un espacio más allá del tiempo repitiendo siempre los mismos clichés, pero avanzando sin pausa.

Esa rueda, ese concepto de progresión retrospectiva actuaba como el motor de la angustia de Andrea. Muchas veces había deseado que su padre no fuese catedrático en Filosofía, y que no hubiera pasado la mayor parte de su infancia distante, alejándose de sus libros y prestando atención a su hija solo para recrear en ella los conocimientos que cada día engendraba y acomodaba en su incansable mente. El sentimiento que movía a Santiago para mantener interminables diálogos y discusiones filosóficas con Andrea no se asemejaba al cariño, sino más bien a la soledad, que parecía filtrarse por cada uno de los rincones de la antigua casa en la que ambos vivían. Si la madre de Andrea realmente había conseguido despertar el lado sentimental de Santiago cuando lo conoció en la universidad, lo cierto es que su muerte debía de haber barrido todas las sonrisas, las confidencias, las inquietudes y las lágrimas que Santiago pudiera derramar.

Al igual que su padre, Andrea se regía por una lógica rígida y estricta; o al menos lo había hecho hasta aquel suceso en el parque de los Álamos, donde se resquebrajó el conjunto de convicciones y dogmas que la llevaban a moverse por la tierra como un ente puramente racional, que analizaba y entendía, pero que no vivía realmente, pues el distanciamiento respecto al fuego de la vida que se había impuesto le protegía (y le aislaba) del dolor de la gente.

A finales del anterior otoño, Andrea paseaba por una de las amplias avenidas del parque de los Álamos. Próxima la hora de comer, el amplio camino se encontraba despejado, y los árboles que lo flanqueaban se saludaban con la brisa e intercambiaban secretos. De repente, se levantó una racha de viento imbuida de furia estival, y los álamos se estremecieron. De un nido se precipitó un polluelo, una cría de gorrión diminuta y ciega que encarnaba todo el conjunto de la fragilidad del mundo; tras finalizar una leve trayectoria, los huesos de papel del pájaro se fracturaron en mil pedazos, dejando a la criatura, que ni siquiera podía alimentarse de manera autonóma, a merced de las garras del universo más allá del nido.

Un cúmulo de hojas que giraban en torbellino marrón adornaban la agonía del pajarillo, que preso del terror aleteaba compulsivamente, intentando echar a volar. El esfuerzo del animal conmovió profundamente a Andrea, que vio en los esfuerzos del pájaro un símbolo que le marcó desde entonces; en sus esfuerzos estaban los esfuerzos de cualquier persona por no dejarse vencer por las circunstancias, por dejarse la piel (incluso cuando todo estaba acabado y no tenía sentido luchar) para seguir viviendo, para seguir sintiendo. Hacía mucho tiempo que Andrea había dejado de intentar emocionarse. Ese día, aquel anodino suceso despertó en la joven el deseo de ser como los demás; se encendió en ella una luz, un anhelo, una cuerda salvavidas para reír, llorar y enamorarse.

Rob y Oliver discutían en la mesa de una cafetería cercana al hospital. Aquel local, apenas a dos manzanas del centro médico, era el primer lugar que visitaba Oliver en mucho tiempo. Los psicólogos a cargo de su seguimiento le habían autorizado para salir hacía apenas una semana. Parecía que su amistad con Rob le estaba ayudando a abandonar los sentimientos oscuros que tanto tiempo habían poblado su cabeza, y los médicos consideraron oportuno aprovechar la presencia del huérfano para que poco a poco Oliver recuperara el contacto con la realidad. Entre coca-colas frías, Oliver trataba de fracturar la inseguridad de Rob, que sujetaba tímidamente un folleto que promocionaba el recién fundado Grupo de Teatro del Distrito, que buscaba actores.

En otra mesa, Andrea sorbía un café y escribía en un antiguo cuaderno frases diluidas en leche y cafeína.

Oliver no entendía por qué Rob no se atrevía a presentarse a la audición. Se trataba de un grupo amateur, en el que Rob podría desenvolverse sin problemas pese a su falta de experiencia. La insistencia de Oliver consiguió hacer mella en su amigo, que le prometió que se lo pensaría. Aquella promesa funcionó como una reconciliación simbólica entre los dos jóvenes, que pagaron los refrescos y se marcharon…

«Y se marcharon de la cafetería, olvidando el folleto en la mesa».

La pluma estilográfica de Andrea escribió estas palabras al borde la página, mientras que la joven remataba su café pensando en volver a casa. Andrea estaba muy satisfecha con lo que había redactado aquel día. Escribir acerca de Rob y Oliver, y del dolor de aquellos personajes ficticios, le estaba ayudando a conectar consigo misma y con el resto de la humanidad. Aquellas noches, en la cafetería Enclave, ella hablaba con Oliver y Rob, y así se comunicaba mediante la escritura con aquella zona de si misma con la que pretendía conectar: el corazón.

Sin embargo, la paz que solía experimentar Andrea cuando terminaba de escribir se vio enormemente turbada; en una solitaria mesa en la esquina del local, Andrea alcanzó a distinguir una figura imposible: el folleto del grupo de teatro que, en un lugar lejano compuesto de tinta y papel, Rob había olvidado.

El siguiente capítulo de esta serie se publicará el domingo que viene. Su autor será Vicky Moreno. 

 

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