Todo el mundo, alguna vez en su vida, ha tenido que estar bajo la presión de lo que la sociedad dicta como lo correcto. Estamos viviendo en un mundo que determina lo que está bien y mal basándose en estándares sociales que causan en muchas ocasiones más efectos adversos que positivos. Estudiar, sacar buenas notas, encontrar un buen trabajo… Cualquier persona sabe cómo continúa, porque es algo inculcado, algo que nos han grabado a fuego en la mente.

Precisamente ese es el problema más notable de todos, que los estándares que marca la sociedad se están convirtiendo en una fábrica de individuos infelices, incompletos, vacíos. No es un misterio que la mayoría de estudiantes se encuentran agotados, estresados y presionados hasta el punto de que ya no están en el control de sus propias vidas. El sistema convierte un derecho tan fundamental como la educación en una competencia que saca lo peor de las personas; además de algo inaccesible para todo aquel que quiera continuar sus estudios más allá de lo obligatorio.

Las notas marcan la valía de una persona, su inteligencia; se compensa a aquellos que tienen más facilidad para memorizar, sin tener en cuenta que no todo el alumnado tiene las mismas capacidad. El sistema es capacitista y la igualdad de oportunidades no existe, porque apoya a las personas con más medios, a las normativas; no se preocupa por esa familia que no puede llegar a final de mes y cuyos hijos no pueden pagarse la universidad o por ese estudiante al que le cuesta más que a otros por culpa de sus trastornos mentales. Trastornos mentales que, a veces, es la propia educación la que los agrava.

No es un misterio en absoluto que muchas personas acaben con problemas de ansiedad, autoestima e incluso depresión, entre otras patologías, por verse sometidas a la gran presión que la sociedad ejerce. Al compensarse las notas altas y fomentarse la competencia, son muchos los estudiantes quienes acaban olvidándose de su propia salud mental para poder cumplir lo que se espera de ellos. La línea que separa lo que está bien o mal visto es bastante línea, pues no solamente se basa en que hay que llegar a un mínimo, sino que también hay ramas educativas que se aprecian más que otras.

Esto es, por ejemplo, el caso de Carlos Rodríguez, quien ha sacado la nota más alta de Selectividad. Un 14 sobre 14, sin ir más lejos. Esto debería ser ya un motivo para celebrar su esfuerzo, pero hay un pequeño “problema”: quiere ser dramaturgo y, por supuesto, las artes no se consideran una salida viable para alguien tan inteligente. En vez de aplaudir sus resultados, la sociedad critica a lo que se quiere dedicar, menospreciándolo. Cuando menos, un motivo para reflexionar qué estamos haciendo mal.

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