En 1934, Carlos María della Paolera, primer catedrático de urbanismo en Argentina y exdirector del Instituto de Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires, publicó un manifiesto sobre esta disciplina que empezaba señalando lo siguiente: “En esas colmenas humanas que son las grandes ciudades modernas se ha roto el equilibrio razonable entre la obra artificial y los elementos de vida que generosamente nos brinda la naturaleza”. Han pasado casi 90 años desde que se escribieran estas palabras. Y, sin embargo, no deja de sorprender lo actuales que parecen tales afirmaciones. Quizá incluso más que en la actualidad de entonces.

Hoy, como cada 8 de noviembre, se celebra el Día Mundial del Urbanismo en más de 30 países distintos. Una conmemoración instaurada en el año 1949, a propuesta también de este catedrático. La implantación de este día nació con el objetivo de concienciar a las personas y especialmente a los grupos de trabajo de planificación urbana, acerca de la necesidad de crear ambientes sanos con espacios verdes para evitar el hacinamiento y la contaminación.

Símbolo del Urbanismo. Un sol amarillo situado en el centro sobre un fondo con dos franjas. La de arriba es azul cian y la de abajo verde.
Símbolo del urbanismo, 1934

Siguiendo estos fundamentos, Paolera diseñó también el símbolo del urbanismo, que fue adoptado por unanimidad en el Congreso de Urbanismo de Besançon que tuvo lugar en Francia en 1935. Este símbolo recoge los tres elementos de la naturaleza que él consideraba indispensables para la buena praxis en el ejercicio de la profesión: el sol, el agua y la vegetación. Sin embargo, ¿los encontramos en nuestras ciudades? La experiencia nos dice no solo que en la mayoría brillan por su ausencia, sino que además en muchos de estos núcleos urbanos sus alcaldes se regodean de que así sea. Actitudes cuanto menos cuestionables, pero intenciones soberanamente claras.

El urbanismo como aliado de la exclusión

Aunque lo lógico sería que en cuestiones de urbanismo las necesidades a las que dar solución fueran las de los ciudadanos, la realidad muchas veces dista de ser así. En primer lugar, porque se cae en el juego del capital. No se busca crear ciudades amigables para quienes las habitan, sino ciudades lo más eficientes posibles para el sistema de producción. Si no genera riqueza o no contribuye a ello, entonces no interesa.

Es precisamente por esta razón, que la forma en que se urbaniza está estrechamente ligada con la discriminación y exclusión de grupos poblacionales muy concretos. Parece que se han legitimado ciertas violencias hacia personas mayores, sin techo o con discapacidad. Hace una semana se hacía viral en Twitter un mensaje en el que se denunciaba que José Luis Martínez Almeida, alcalde de Madrid, había vallado las jardineras para que la gente no pudiera sentarse. Más allá de las evidentes incitaciones al consumismo, esta medida lleva implícita un indudable perjurio en la vida de aquellos para quienes sentarse no es una actividad contemplativa, sino una necesidad patente.

Ciudades hostiles que segregan por clases. ¿Cómo puede estar tan normalizado el diseño urbano “anti-vagabundos”? Pinchos colocados en superficies concretas para impedir su uso como lugar de descanso. Bancos inclinados o con separaciones individuales para que una persona no se pueda tumbar. Aporofobia, capacitismo… En definitiva: el triunfo del sistema, frente a la derrota de lo humano.

La Agenda 2030 de la ONU

El 25 de septiembre de 2015, 193 países entre los que se encontraba España se comprometieron con los 17 objetivos de desarrollo sostenible de Naciones Unidas y su cumplimiento para el año 2030. Estos objetivos persiguen la igualdad entre las personas, proteger el planeta y asegurar la prosperidad como parte de una nueva agenda de desarrollo sostenible. El objetivo 11 de la Agenda 2030 pretende lograr que las ciudades y los asentamientos humanos sean “inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles”. Como es de suponer, el urbanismo entra en juego.

Según datos oficiales la mitad de la humanidad, 3500 millones de personas, vive hoy en día en las ciudades y se prevé que esta cifra aumentará a 5000 millones para el año 2030. Las ciudades del mundo ocupan solo el 3% de su superficie terrestre. No obstante, representan entre el 60% y el 80% del consumo de energía y el 75% de las emisiones de carbono. Lo que se traduce en que más de la mitad de la población urbana mundial ha estado expuesta a niveles de contaminación del aire que duplican el estándar de seguridad. Los suministros de agua dulce y, en términos generales, la salud pública se encuentran en una situación crítica debido a la rápida urbanización.

Un futuro incierto

Paolera ya criticaba en su manifiesto de 1934 esa confianza ciega en el falso “progreso urbano”, que no era más que un eufemismo fácil que escondía involución, hipocresía y capital. El catedrático abogaba por una planificación y ordenamiento de las ciudades que no se resumiera en la invasión de terrenos, sino en la edificación consciente. “Permitir que las viviendas de los seres humanos se amontonen desorganizadamente, en el medio de las impurezas de un aire cargado de humo y gases deletéreos y produzcan así ambientes antihigiénicos y nocivos, significa incurrir en un anacronismo que contrasta violentamente con el grado de adelanto a que ha llegado la civilización”, advertía.

¿Se abandonará desde el campo del urbanismo la creación de más capital en pro de la vida de los ciudadanos? ¿Se dejará de ejercer violencia sobre las personas mayores, sin techo y con discapacidad? ¿Dejarán los gobiernos de legitimarla? ¿Serán nuestras ciudades, por fin, habitables sin que nadie se quede atrás? Solo el tiempo conoce las respuestas.

About The Author

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.