La OMS (Organización Mundial de la Salud), hoy, 22 de octubre de 2017, sigue considerando la transexualidad como un trastorno/enfermedad. Y, no, nuestra identidad no es una enfermedad. 

Pensamos que evolucionamos, y en efecto, lo hacemos. Pero se nos olvida cuánto nos falta, qué camino queda por recorrer. Ya que cuando hablamos de personas trans, estamos hablando sobre personas cuya identidad de género no coincide con esa que se les asignó al nacer. ¿Por qué todavía se ve algo patológico en ello?

Las reivindicaciones del colectivo trans son claras: se exige la despatologización. Se reclama el derecho a ser, y se insta a que en ningún tipo de manual la transexualidad debería ser considerada un trastorno y/o enfermedad.

Actualmente, en España, las personas trans que deseen cambiar su nombre legalmente, necesitan un informe psicológico/psiquiátrico de «disforia de género»: es decir, que sienten rechazo hacia sus características físicas sexuales primarias y/o secundarias. Aunque bien es cierto que la disforia existe y es un problema, no todas las personas trans sufren disforia; no todas las personas trans tienen por qué rechazar su cuerpo.

No solo eso, sino que estamos ante una cuestión de identidad, identidad la cual no debería juzgar nadie, ni evaluar. Es el propio individuo el que tiene y debe tener la potestad de autodeterminar su género. Si una persona cis (que se identifica con el género asignado al nacer) quisiera cambiar su nombre legal, tan solo tendría que demostrar usar ese nombre; ¿por qué nos encontramos con esta diferencia de trato?

Y, sobretodo, ¿qué derecho tienen personas ajenas a nosotros a decir cuál es o no nuestra identidad? ¿Qué derecho tienen a intentar patologizar nuestra identidad?

Si todas las personas en teoría somos iguales ante la ley, va siendo hora de que en esta ocasión recordemos eso también, y no permitamos este recorte en derechos que llevan tanto tiempo sufriendo las personas trans.

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