La película gana enteros cuando se acepta a sí misma: se reconoce como el epílogo de una obra magna en lo suyo y, a partir de Dancing Queen, encadena una retahíla de secuencias que reconcilian al espectador con su yo más cursi y empalagoso; aquel que se deleita ante el fulgor de las lentejuelas, los besos a contraluz y las declaraciones furtivas.