¿Qué pasaría si un hipster urbano intentara trasladar conceptos como «nuevas masculinidades» «hetero patriarcado» o «genero no binario» a un pueblo de la España vacía? Es la pregunta que nos propone la película «un hipster en la España vacía», que cuenta la historia de un joven político al que su novia envía a un pueblo de Teruel.

Tendemos a pensar que los pueblos son lugares anclados en el pasado, sitios donde la vida no cambia, en los que todo permanece igual que hace cien años, pero la realidad no es esa. En los pueblos hay de todo: hay internet, televisión, información sobre lo que sucede en otros lugares y, sobre todo, mucha vida en común.

El gran problema es que la vida rural es la gran desconocida en las ciudades. Es decir, creemos que, por vivir en una ciudad ya lo sabemos todo; pero seguro que, si nos pusieran un tractor delante, no sabríamos ni hacerlo arrancar. Y menos aun cuando utilizarlo. A todos nos gusta ir al supermercado y tener de todo, pero no somos conscientes de que, sin los pueblos, no podríamos comer a diario. Y, sin embargo, creemos que, por vivir en una ciudad o tener estudios universitarios, ya somos superiores al resto de las personas.

Ese es el gran dilema que plantea la película «Un hipster en la España vacía», de Amazon Prime Video: ¿Tenemos derecho a llegar a un lugar desde fuera para cambiar las tradiciones y la vida de un lugar? ¿Realmente podemos creernos superiores a las personas que nos dan de comer? Porque tal vez seamos nosotros los que tengamos mucho que aprender de las petrsonas que viven en los pueblos? Quizás debamos darnos cuenta de que la vida no se basa en ir corriendo a todas partes, preocupados por un montón de cosas que, si lo pensamos bien, tal vez ni siquiera nos hagan felices.

Pensamos que en la ciudades lo tenemos todo, pero quizás no es así. A lo mejor deberíamos plantearnos si la felicidad no está en otra parte: en las cosas sencillas, en disfrutar de lo que tenemos, en poder salir a pasear o que nuestros niños puedan jugar en el parque todas las tardes en lugar de estar sentados frente a un ordenador. Tal vez, los que nos debamos plantear nuestro modo de vida y nuestros valores somos nosotros.

No se si tenéis pueblo. Yo sí lo tengo, se llama Campillo de Aragón, y está en la carretera del Monasterio de Piedra. Es uno de esos lugares pequeños, que parece que no le importan a nadie, comunicado con Calatayud por una de las peores carreteras por las que he conducido y con un tesoro escondido: una de las pocas réplicas de la Sábana Santa de Turín que existen en España. Una joya que, por suerte, a nadie se la ha ocurrido llevarse a un museo. Un sitio que tiene médico dos días por semana y servicio de farmacia una vez a la semana, donde los políticos no cobran y en el que todo el mundo te acoge con los brazos abiertos. Un sitio olvidado para quienes hacen política desde las ciudades pero que, sin embargo, nos da de comer.

Es por eso que el mundo rural no necesita soluciones desde las ciudades, ni desde la política. El mundo rural necesita gente comprometida, personas a las que les importen sus vecinos, que sean capaces de luchar por ellos y por las cosas que les importan. Necesita carreteras para que podamos llegar fácilmente a los pueblos y descubrir que la verdades riqueza está mucho más cerca de los que imaginamos. Necesita médicos y maestros permanentes, no personas que escogen un destino rural a la espera de trasladarse de nuevo a la ciudad.  Y necesita medios para hacernos ver que existen, que existen de verdad y tienen derecho a los mismos servicios que tenemos en las ciudades. Porque somos nosotros, los que vivimos en ciudades, los que les estamos quitando todas las cosas a las que tienen derecho.

 

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