La semilla del diablo y El nacimiento de Mia Farrow, por Roman Polanski

La vida de Roman Polanski, desde que aterrizó en el mundo del cine con El cuchillo del agua (1962), ha sido tema de conversación en todo tipo de tertulia. Desde la barra del bar hasta programas del corazón e informativos, haciendo una parada – por supuesto – en las prolongadas charletas de cinéfilos empedernidos. No obstante, avalado por una filmografía exquisita, el polaco se consagró como uno de los más grandes directores de la segunda mitad del siglo XX.

El Pianista, aquella en la que un tal Adrien Brody logró que hasta los más insensibles derramaran lágrimas, o Chinatown – ese film en el que Nicholson se ponía el sombrero y arqueaba las cejas para desmantelar un negocio bastante poco lícito – son dos de las obras que dan la razón a todo aquel que alaba a Polanski. Eso, y varios premios internacionales con Oscar incluido.

A finales de los sesenta, escribió y dirigió la única adaptación de la novela de Ira Levin: Rosemary’s Baby, un título mucho más apropiado que La semilla del diablo. Éste último aniquila en primera instancia todo el sentimiento de intriga que se pueda generar antes de ver el filme.

Una coqueta parejita de lo más americana, formada por un actor no muy exitoso (John Casavettes) y una especie de ama de casa (Mia Farrow) busca piso para criar a su futuro bebé. Primeramente, quieren concebir nada más y nada menos que tres niños. Supongo que abandonarían la idea no mucho más tarde.

Eligen un apartamento en un antiguo edificio – que ya de primeras no pinta nada bien – en una buena zona de la ciudad. Como es obvio, la elección no fue buena. Unos vecinos se entrometen ipso facto en su vida. Son una pareja de ancianos, o representantes del umbral que separa la adultez de la tercera edad, interpretados por Sidney Blackmer y Ruth Gordon (que se alzó con el Oscar a mejor actriz secundaria por esta suntuosa interpretación). De inmediato, y excéntricamente, entablan una relación de amistad muy cercana con los nuevos integrantes del bloque, sin ningún tipo de buena intención.

Terror a la incertidumbre

Polanski te lleva a terreno desconocido. Hace que nos sintamos indefensos ante los hechos que se van sucediendo en la película. Consigue, involucrando al espectador con las transiciones de Rosemary (Farrow), que se distorsione la diferencia entre paranoia y realidad. Aunque la naturaleza de dicha realidad también contribuya, como la que más, a la causa.

No tiene que hacer uso de cuchillos afilados, de cadáveres meciéndose en sillas antiguas, o de apariciones fantasmagóricas. Tampoco de sustos, de puertas que se cierran solas, o de otros elementos característicos del cine de   terror. El verdadero temor surge en la incertidumbre, en el desconocimiento. Los planos psicodélicos, las alucinaciones con las que Mia Farrow va deteriorando su aspecto y el no abandonar (casi en ningún momento) el edificio, son los factores culpables de la atmósfera angustiosa en la que, desde bien pronto, se introduce el espectador.

El nacimiento de Mia Farrow

El mayor acierto de Polanski, o de quien tomara la decisión en su momento, fue seleccionar a Mia Farrow como protagonista. La actriz, que más tarde aparecería en célebres clásicos como Hannah y sus hermanas o El gran Gatsby (la primera), todavía no había hecho acto de presencia en Hollywood. “¿Qué mejor forma de empezar en la gran pantalla que interpretando a la Virgen María?”, debió pensar. Siempre y cuando, por supuesto, la Biblia la hubiera escrito Allan Poe.

Su interpretación se merienda medio filme. Le pone cara a la decrepitud, a la desesperación, a la traición por todos los suyos, a la psicodelia, a la intoxicación y, sobre todo, al terror. Todo ello con una precisión absoluta, con matices que ya presagiaban el nacimiento de una gran actriz.

El acierto en los secundarios

Los secundarios brillan y hacen brillar. Con más intensidad al principio.
Cuando el matrimonio vecino todavía parece entrañable. El personaje que interpreta Ruth Gordon es de lo más misterioso. La manera en la que usa el humor es extraña, tétrica incluso. Los diálogos con su marido están calculados al milímetro, con una precisión de lo más trabajada, formando ambos un dúo cómico bizarro que se apropia del lado más oscuro del filme, manejando a la protagonista como si de un títere se tratase.

Guy – el supuesto padre del niño que espera Rosemary – se adhiere más tarde para dar un salto al trío cómico. Tímido al comienzo, Casavettes va emergiendo poco a poco en la película a la par que se ensombrece su personaje. Sin duda, convence mucho más cuando la confianza de su mujer en él se desvanece.

No fue necesario para Polanski darle un giro al guion a mitad del filme, como suele ocurrir en el género. Enseguida se descubría el pastel sin necesidad de matarse la cabeza a pensar. La narración es frenética desde el momento en el que se concibe al bebé del diablo, antes de superar la primera de las dos horas y veinte de duración. Aun conociendo de sobra las intenciones de ese extravagante grupo de adoradores satánicos la película no se hace bola. Rosemary duda, y el espectador duda con ella como si diera un último chance a la pervivencia de su cordura. Como si durante todo el metraje la acompañara de la mano, y fuera su único apoyo. Sin embargo, la inevitabilidad de los hechos, que ya apestaba con la desafortunada traducción al castellano del título, acaba por arrojarnos a todos al vacío.

Cincuenta y cuatro años han pasado desde el día del estreno de Rosemary’s Baby. Más de medio siglo y los elementos de los que se sirvió Polanski en su día funcionan todavía a la perfección. Hilando muy fino, la escena final chirría y podría haber sido eliminada sin hacerle ningún tipo de rasguño a la obra.

Quejas y reclamaciones aparte, esos cinéfilos empedernidos, que mencionaba antes de entrar en materia, sacarán a relucir, sin duda, el título de este drama psicológico, y terrorífico a partes iguales, cada vez que abran el melón de Roman Polanski.

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