Anoche recuerdo regresar muy apresurada a casa, cogí la primera calle a la izquierda, y me encontré de frente con el viejo Santiago, el silencio era tan alto que mis pasos se escuchaban tanto como mi respiración. Él lo sabía, seguramente me habría estado escuchando venir hacía un rato, casi desde que había abandonado la taberna. Me miró con expresión grave y mandó guardar silencio con su dedo índice derecho. Era zurdo, excepto para eso. Nunca se lo tengo en cuenta, el carácter del hombre curado en la mar es, cuando menos, áspero. Lo entendía, incluso, él no quería que nadie despertase al niño.

Continué mi sendero, dejé a un lado la roñosa cabaña del marinero y anduve varios metros más calle arriba hasta llegar al campo. Era de noche y, pese a la ausencia casi completa de luz, conseguía guiarme en función de la espesura y la altura del centeno, así como había estado haciendo desde hacía ya varias noches. Siempre me ocurría lo mismo en la víspera del 23. Al llegar al límite entorné un poco los ojos y conseguí distinguir la silueta del Guardián recortada en el paisaje, para entonces la luz de la luna bañaba la escena de azul marino. Esperé a salir del campo para tener las manos desocupadas y poder despedirme con el brazo. No hicieron falta muchos aspavientos, enseguida me vio y me devolvió el saludo. No le vi el rostro, pero sonreía, estoy segura, o al menos eso pensaba mientras caminaba, “ese Holden Caulfield, qué suerte tiene”.

Ya faltaba poco, o al menos, así me lo parecía. La realidad era que todas las noches el camino cambiaba al llegar al último tramo. A veces me encontraba recorriendo las calles del campamento mestizo, hasta que encontraba la cabaña número 5, la mía. Otros días deambulaba por las calles de Madrid, y me parecía ver a Max Estrella descansando sobre el puente, en mi opinión nunca iba lo suficientemente bien abrigado. Hoy sin embargo, me encontraba a las afueras de la ciudad, pero sabía perfectamente a dónde ir. A mi derecha se levantaban varios edificios de similar forma y distribución, las residencias universitarias, y el salón de actos. Suponía que era tarde, pero aun así todavía se veían las luces anaranjadas de las velas de quienes se mantenían despiertos, pretendiendo escapar por cualquier hueco de la ventana. Me fijé en una de ellas, no quise ejercer durante mucho tiempo de voyeur, no me hacía falta, sabía a quien pertenecía. Virginia Woolf. Había conseguido al fin su propia habitación, era mejor que vivir en el faro.

Crucé la gran explanada y atravesé el claustro hasta acceder por una de las puertas del servicio a la planta número tres. Me quité las botas que me pesaban mil demonios, corrí de puntillas el suelo de madera para despertar a la menor gente posible y me planté en la puerta de mi habitación. ¿Era este mi destino final o dentro me esperaría otro sendero? Mientras me lo preguntaba escuché levemente el pomo de la habitación contigua y la puerta se abrió rápidamente dejando escapar el sonido de unas risas apagadas. Era Salvador, salió corriendo y dejó a su anfitrión en la sala. “¡Pasa niña, pasa! Que tienes carita de cansada”, fue entonces cuando comprendí que había llegado a casa, que mi retorno había terminado. Federiquito me había preparado pan, dos tazas de té y un libro.

Aquella rutina me persiguió durante varias noches: cerraba los ojos, procuraba concentrarme, los abría de nuevo y repasaba con la vista todos los libros de la sala. Era inevitable, si lo piensas, que no soñase con cada una de las historias que me habían contado.

A día de hoy los sueños me visitan regularmente, es la herencia de la literatura. Ahora me doy cuenta de ello, y en ocasiones especiales, como la de hoy, procuro humildemente reunir lo básico para disfrutar de ella: pan, dos tazas de té y por supuesto, un libro, sino que se lo pregunten a Federico.

 

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