Wenceslao Fernández Flórez se adentró en la fraga, supongo yo, un domingo, que es el día del señor. Se enfundó un par de botas con el tacón de madera, cubrió su desangelada coronilla con un sombrero de ala ancha y abriose camino hacia las profundidades del lugar. Era menudo y de aspecto anguloso, tanto, que los contornos de su cuerpo acababan en pico, como si todo él estuviera formado por una multiplicidad antropomórfica de triángulos equiláteros. Pero se trataba sólo de huesos. Era tan huesudo que la piel del rostro se le tensaba constantemente, lo que le dotaba de una expresión como de sorpresa permanente. Ocurrente de ver, pero incómodo de palpar. Pensaba en el desagradable destino de aquellas personas que tuviesen que estrechar su mano, o abrazar su cuerpo. Pero poco importa su apariencia, nada más que para justificar su similitud con las criaturas que poblaban el paraje del que os hablo. ¿Habéis estado alguna vez en una Fraga? Uno entra y pocos salen. Porque una fraga no es lo mismo que un bosque. En el bosque todos los árboles son iguales, en la Fraga “se mezclan variadas especies” de ellos. Wenceslao, que las conocía todas, pues, a fin de cuentas, todo aquello era producto único y exclusivo de su imaginación, fue dejando caer a su paso un rastro de evidencias que indicasen el camino correcto, por si, en un futuro, tuviera alguien que seguirlo. No porque corriese peligro, sino porque, en el fondo, poco humildemente, sabía que, tras su llegada, no tardarían otros muchos en acudir en busca de la fraga, la de Cecebre, el bosque animado.

Así, de esta manera, es como me gusta imaginar que ocurría todo en la mente y sobre el papel, encajado bajo los puños de Wenceslao Fernández Flórez. ¿Acaso no es este el modus operandi de todos los escritores? Arrendan indefinidamente el enclave más privilegiado de su imaginación, desde donde narran los hechos, y, diariamente, acuden a él hasta que terminan su novela. O con su inspiración. Alguna tarde del año de 1943, mientras escribía una de sus novelas más reconocidas, esta, que hoy nos compete, El Bosque Animado, él cerraría los ojos y comenzaría su paseo habitual por la aldea de Cecebre. Al llegar las 12 acudiría con agradable puntualidad a su cita con el ánima en pena de Fiz de Cotovelo y pactaría con él el destino de su personaje, pues, no crea, inocente, el lector, que los protagonistas del libro ignoran su suerte. Todos ellos son conocedores de la fortuna, y, en la mayoría de los casos, pueden elegir su final. Algunos tienen finales felices y otros, se empeñan tanto en enrevesar sus historias que acaban perdiendo la pierna derecha, como el pobre de Geraldo, que vive en la casa más pobre de la fraga, cojo y solitario, ya de por vida.

Sin más, la novela de Flórez es un viaje entrañable e infantil por las sensaciones y los estímulos más puros del ser humano. Es una vuelta a los pensamientos recurrentes en la infancia. Pudiera haberla escrito un niño deseoso de justificar todos los fenómenos que no tienen coherencia para él en un intento por dotarlos de sentido de la manera más inocente posible. Un paraje donde los caballos son de color guinda en aguardiente, y los topos de color nube de invierno, donde todos los árboles tienen su lucha, “carecen absolutamente de vanidad. Nacen en cualquier parte e ignoran que sólo por el hecho de crecer allí aquel lugar queda embellecido”.

No era de extrañar que una historia semejante llegase a las provechosas manos de José Luis Cuerda y Rafael Azcona, que condujeron la novela a la gran pantalla en una adaptación cinematográfica a la altura del sur-ruralismo característico del cineasta manchego. Los personajes se suceden a lo largo de la pieza como sacados directamente de la novela, inocentes, humildes y entrañables. Una película peculiar, cuando menos, que no moderna, ya lo decía el propio José Luis Cuerda.

¿Moderno yo? ¡Pero si soy de Albacete!

En línea con Amanece, que no es poco, la película se hizo con cinco goyas, en el 87, entre ellos el de Mejor Película, y mejor actor principal. Era el bandido Fendetestas, interpretado por Alfredo Landa.

 

Y sin embargo, ya antes de Cuerda, se animó el bosque, mediante las ilustraciones de Carlos Sáenz de Tejada,  en una edición de 1957 que cuenta con el misticismo propio de la santa compaña.

El Bosque Animado, Carlos Sáenz de Tejada, 1957
El Bosque Animado, Carlos Sáenz de Tejada, 1957

Son muchos los que se han adentrado en el bosque desde entonces, pienso y comprendo pues, que, “existen otras almas allí, infinitas almas: que está animado el bosque entero”.

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