Mélanie Laurent – cuyo rostro conduce de manera directa hasta aquel cine francés en llamas de Malditos Bastardos (Quentin Tarantino, EEUU, 2008) – aterriza en Netflix, esta vez como directora, para seguir cultivando semillas de éxito como hizo en Prime Video con El Baile de las Locas (Francia, 2021). No se le augura a Ladronas (Francia, 2023) una acogida tan simpática.

Quizás sea por su vacuidad, o por su larga enumeración de sinsentidos. Sin embargo – y sin duda alguna – esta producción con vibraciones de Ocean’s Eleven (Soderbergh, EEUU, 2001) y Los Ángeles de Charlie (McG, EEUU, 2000) cumple con su cometido: pasar un rato divertido cualquier tarde de domingo.

Adèle Exarchopoulos, la propia Mélanie Laurent y más tarde Manon Bresch conforman un trío de especialistas que, bajo la supervisión y los encargos de una pérfida Isabelle Adjani, explotarán todas sus habilidades ladronescas para colgar los guantes blancos en una última misión: hacerse con un lienzo del Pop Art.

Netlix y su dron de la espectacularidad

La manera de abordar esta aventura no puede ser más netflixiana. Al igual que hizo con Miss Bala (Catherine Hardwike, 2019), remake fallido de la desgarradora y angustiosa obra del mexicano Gerardo Naranjo, la plataforma aboga por la ostentosidad de los planos y la celeridad en el montaje. Ladronas ya lo advierte desde las primeras secuencias bellísimas – a nivel óptico – de las cordilleras suizas por las que Laurent y Exarchopoulos terminan descendiendo con un wingsuit. Y lo certifica más tarde en una huida a motor por los callejones de la isla de Córcega.

El espectador se sumerge durante casi todo el filme en una sensación surrealista. No la que articulaba Buñuel con imágenes oníricas en Un Perro Andaluz (España, 1929), hablo de un surrealismo escéptico; un “¿por qué?” constante acompañado de una carcajada de incredulidad.
Así ocurre – por ejemplo – en lo que parece una escena sexual clásica a tres bandas que se torna de forma repentina en un combate de Tekken 5, acompasado por luces de pub nocturno, El Cascanueces de Tchaikovsky y un plano frontal clásico de videojuegos recreativos.

O también en un asesinato múltiple, en el que las protagonistas se transforman en las Azúcar Moreno y tirotean a una banda húngara al son de la guitarra de Poeta en el Viento de Vicente Amigo. Y para poner la puntilla, en un tarareo con baile tímido del Désenchantée de Mylène Farmer mientras Laurent se dispone a culminar el robo.

El cine como vía de escape

El espectador resiste golpe a golpe una sucesión constante de gags de una comedia tan excéntrica como efectiva. Como es obvio, no posee el elaborado humor sarcástico de Con faldas y a lo loco (EEUU, 1959), La vida privada de Sherlock Holmes (UK, 1970), o otras hilarantes películas con las que Billy Wilder obsequió al mundo. Pero está claro que – obviando un final tan superfluo como apto para comprender la relación entre las protagonistas – la película está diseñada para triunfar en las tardes de domingo mencionadas anteriormente.

Porque no todo el cine está obligado a remover conciencias como hacía Erice con El espíritu de la Colmena (España, 1973), o – salvando las distancias – Ridley Scott con su Blade Runner (EEUU, 1982). Si en cada filme el espectador se viera obligado a extraer una lección filosófica sobre la moral contemporánea o la naturaleza humana, la cinefilia sería un cruel tormento. Porque si todas las charlas sobre el séptimo arte giraran en torno a la significación de las imágenes y a la construcción del lenguaje cinematográfico… Pocos amigos le quedarían al cinéfilo.

Y es que la función de películas como Ladronas o la gran Top Secret! (Abrahams, EEUU, 1984) es hacer de vía de escape. Destensar la mente y descansar un poco de la vida misma. Por tanto, esta opción se presenta más que digna para paliar una resaca, evadirse del estrés de un trabajo cargante, o comentar entre carcajadas con esos allegados que disfrutan – como un servidor – de una divertida e insignificante comedia.

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