Un crucifijo sobre una pared blanca, salmos susurrados, hábitos misteriosos, fotografías desgastadas en color sepia…

La iconografía católica es, sin duda alguna, de lo más adecuada para dibujar un universo terrorífico. Siempre ha sido un recurso asiduo en la historia del cine, desde aquellos encuadres del rostro de Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco (Dreyer, Francia, 1928) antes y durante su sentencia, hasta la actual 30 Monedas (Alex De La Iglesia, 2022). En ambas, la Iglesia se presenta como una manifestación aterradora, extremadamente mística y desconocida. Situación que Paco Plaza, director de obras como [Rec] (España, 2007) y Quien a Hierro mata (España, 2019), no iba a desaprovechar en su nuevo filme.

Hermana Muerte (España, 2023), recién llegada al catálogo de Netflix, se desarrolla en un convento de posguerra, en el que desde los primeros compases se respira un terrible hedor a desgracia. Y así lo percibirá también Aria Bedmar – que pese a su inexperiencia en largometrajes – interpretará muy dignamente a una novicia con poderes sobrenaturales que se inmiscuirá, con prontitud y varias crisis de fe, en una atmósfera asfixiante de catolicismo en estado puro.

El filme relata la historia de la hermana Narcisa, uno de los personajes de Verónica (2008), en la que Paco Plaza filmaba una experiencia real sucedida en el barrio de Vallecas que le otorgaría un cabezón y siete nominaciones en los Premios Goya. Al contrario que en esta producción de éxito internacional, y tomando como referencia la tétrica isla de niños malditos que Chicho Ibáñez creó en ¿Quién Puede Matar a un Niño? (España, 1974), el director se sirve de una paleta tricolor (negro, blanco y rojo) para narrar un cuento de terror absoluto a plena luz del día.

No necesita una sucesión de jumpscares, ni indagar en el vacío de habitaciones oscuras; Paco Plaza dibuja el pánico en la ambientación. Al igual que hacía Joanna Hogg en la mansión de La Hija Eterna (UK, 2022), las paredes del convento albergan historias mucho más espantosas que el sobresalto efímero de un sustito. La protagonista, con ayuda de las niñas que habitan el lugar, y con los continuos obstáculos que le imponen las monjas del convento – tan eclesiásticas como brillantes Maru Valdivielso y Luisa Mérelas -, se propondrá sacar a la luz estos secretos y dar una explicación racional a pequeños fenómenos sobrenaturales que ocurren en las largas noches de convento.

Una de cal y otra de arena

Todo este camino de revelación está filmado con notable inteligencia. Plaza mantiene la imagen estática, con algún ligero tembleque que desestabiliza la acción con todo el sentido. Pero rompe con la rigidez de la puesta en escena en los fragmentos de tensión o incertidumbre mediante travellings acelerados. De este modo, consigue recrear ambientes de persecución y dotar al convento de extrañas y fantasmagóricas presencias. Es cierto que – a pesar del uso tan desconcertante como ingenioso de los Héroes del Silencio – el hilo musical que acompaña a la obra carece de coherencia en algunas ocasiones. En una de las escenas con más relevancia de la trama, por motivos que escapan a cualquier razonamiento, parece que se pierde el control total sobre la banda sonora. Se desecha el ritmo pausado y marcado – que funcionaba a la perfección – para llenar la escena de instrumentos evocando al mismísimo James Bond en una de sus hilarantes y descompasadas huidas.

Este aceleramiento, sumado a las secuencias finales que desconciertan más que convencen, suponen pequeños agujeros por los que la gracilidad de la obra se va diluyendo. Orificios que, no obstante, no son suficientemente grandes para que se escape la etiqueta que Paco Plaza – con la firme comprensión de que el verdadero miedo emerge
de los lugares más cotidianos – ha cultivado a lo largo de este siglo: «el cineasta español más brillante del género de terror”.

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