¿Aguardará la misma claridad al otro lado? Es una pregunta recurrente en estos tiempos de incertidumbre y desamparo. ¿Pero es que acaso hubo claridad en algún momento? Pablo d’Ors nos invita a reflexionar sobre el mundo en el que sobre-vivimos, pues no vivimos, sino que pasamos por la vida de puntillas. En Biografía del silencio d’Ors dice: “las olas nos dan la impresión de vida, cuando lo cierto es que no son vida, sino sólo vivacidad”.

Podríamos llegar a pensar lo mismo sobre la claridad en la que vivíamos. Aquella luz, la de hace unos meses, no era más que la tenue luz de los escaparates, los alógenos de las oficinas y los neones de las azoteas, pero no era claridad era, tan solo, sensación de caridad. Entones, cuando todo termine ¿aguardará la misma claridad al otro lado?

No es un secreto que la crisis social, económica y sistémica que estamos viviendo en estos días es el inicio de un tiempo nuevo. El capitalismo y la globalización han demostrado, con creces, su insuficiencia a la hora de paliar esta dolencia. El coronavirus ha servido para desmontar una a una las grandes mentiras del sistema y evidenciar, de una vez, que vivimos en un mundo donde el interés del mercado queda siempre por encima del interés humano.

Mientras el capital da sus últimos estertores a la espera de salir reforzado o en fase terminal, el mundo está cambiando. Los pilares sobre los que hemos construido Occidente, aquello que llamamos Primer Mundo, se tambalean bajo la amenaza invisible de un virus. La naturaleza no negocia. Todo se está removiendo. ¿Y qué claridad estamos viendo? Nos esforzamos por recuperar el encanto de aquella luz artificial, de aquella pobre iluminación que no es vida, sino sólo vivacidad.

Trabajamos desde casa, estudiamos desde casa, nos estresamos en casa, vemos a nuestros seres queridos desde una pantalla, sí, pero en casa. En definitiva, reproducimos el mundo exterior en las cuatro paredes donde habíamos creado nuestro espacio de resiliencia. Hemos convertido nuestras casas en el respirador artificial de un sistema que se muere.

Es difícil desconectar la maquinara productiva que nos mantenía explotados y enganchados a un modo de vida voraz. La competitividad, ese virus ideológico, ha terminado por sustituir la solidaridad. Este nuevo tiempo requiere otra forma de estar en el mundo.

El capitalismo nos ha enseñado a consumir cuerpos y experiencias como mercancías. El miedo a estar en esta nueva soledad, que no solos, nos inquieta porque es una soledad que se prolonga, que no cesa. Pero quizá sea bueno pararse un momento y contemplar con calma –ahora que el tiempo está de nuestro lado­– lo que sucede alrededor.

Es tiempo de reconstruir aquella red de afectos que habíamos olvidado. Levantar los muros de una nueva sociedad más justa y solidaria. Subvertir el orden en el que nos han arrojado o, de lo contrario, los errores que habíamos cometido volverán de forma acrecentada. Aprovechemos este confinamiento, ahora que podemos, para transformar los valores ideológicos del capitalismo (el éxito, la productividad y la competitividad, todos ellos eufemismos de la dominación y la violencia) en comunidad, cuidados y empatía. Quizá no aguarde la misma luz al otro lado, pero sí nos espera una verdadera claridad.

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