Así ha dicho Jehová el Señor a estos huesos: He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis.
Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Jehová.
Ezequiel 37: 5-6

La mitología siente predilección por la escultura como forma de dar la vida. Marduk esculpió a los humanos con arcilla y la sangre de Kingu, Afrodita dio vida a la estatua de Galatea después de que Pigmalión se enamorase de ella y Dios trajo la vida a partir de los huesos secos delante de Ezequiel.

Lorenzo Bernini, otro ser envuelto en el mito, fue también capaz de insuflar vida a la roca con sus propias manos, de dotar de movimiento la materia inerte. En Roma, la galería Borghese alberga lo mejor de su obra, y entre lo mejor de lo mejor se encuentra el rapto de Proserpina. Bernini esculpió a un colosal Hades arrastrando a Proserpina hasta el infierno para hacerla su
esposa, sus crueles dedos clavados en la carne pétrea de la diosa, que intenta alejarlo de sí. El relato griego establece que Deméter, la madre de Proserpina (Perséfone) y diosa de la agricultura, quedó tan devastada por la pérdida de su hija que abandonó sus deberes como deidad y la tierra agonizó, hasta que un trato mediado por Zeus le devolvió a su hija durante seis de los meses del año, en los que la tierra reverdecía y se llenaba de vida, mientras que durante los otros seis Perséfone permanecía en el inframundo, y la tierra languidecía con la tristeza de Deméter.

Bernini capturó en el mármol no sólo una fábula griega, sino la alegoría misma del nacimiento de la primavera, el génesis de las estaciones. Este génesis es una constante en los distintos mitos y tradiciones humanas: en Japón, los dioses bailaron para hacer salir a Amateratsu de su encierro. En Fenicia, Anat derrotó a Mot para liberar a Baal, y para los egipcios, el renacer de Osiris marcaba el inicio de la primavera. Los templos y monumentos de la humanidad han honrado también este hecho en numerosas ocasiones. Durante el equinoccio primaveral, la mirada enigmática de la esfinge de Giza se clava exactamente en el nacimiento del sol, el mismo sol que ese día se alinea a la perfección con el templo hinduista de Angkor Wat en Camboya y que hace descender por las escaleras de Chichén Itzá la sombra de la Serpiente Emplumada.

En un año en el que nos toca vivir una primavera difícil, distinta, me parece apropiado homenajear una estación que ha marcado durante siglos la visión humana, que simboliza la vida, pero también la muerte y quizás más que ninguna otra cosa el puente entre ambas, la resurrección. Esta imágen de la primavera parece haberse debilitado en nuestra visión moderna del mundo, pero sigue siendo parte indiscutible de nuestro acervo cultural y es imposible evadirse de ella. Somos progenie de la historia, y como las plantas que parecen brotar de la nada en primavera, tenemos raíces profundas.

Nuestra actual tradición y nuestras celebraciones beben de esta reverencia por el retorno de la primavera: el Pésaj (la pascua judía), que marca la celebración de la liberación de los judíos de la tiranía egipcia, se celebra la primera luna llena tras el equinoccio de primavera. La Pascua  cristiana, cronológicamente ligada a la judía hasta el primer concilio de Nicea, lo hace desde entonces el primer domingo posterior a esta luna llena. No es fortuito que la vuelta de Jesús de entre los muertos se produzca a la vez que la vuelta de los árboles y las flores. La relación es tan estrecha que, en el Pésaj, la maduración de la cebada marcaba el inicio o no de las festividades; las tradiciones humanas rara vez creen la casualidad.

Este patrón repetido en todas las culturas no debería resultarnos sorprendente, puesto que la vida se mueve al compás de las estaciones, al ritmo del baile entre el Sol y la Tierra. La llegada de la primavera supone también la llegada de las cosechas o el calor y ha sido relacionada con el amor y la alegría. No se trata de un capricho cultural: cuando el refranero nos dice que la primavera la sangre altera, nos habla del cóctel de hormonas (oxitocina, dopamina…) que nuestro cuerpo libera en esta época del año. Los instintos vitales, aletargados en invierno, explotan en frenesí durante la primavera. En el siglo XVII, cuando Bernini esculpía sus obras, los meses desde Abril a Junio suponían la concepción de hasta un 20% más de niños que los demás meses del año (porcentaje que se ha ido reduciendo según la modernidad nos ha hecho abandonar la sana costumbre de aparearnos en primavera). Se trata de un patrón común a la mayor parte de las formas de vida, animales y vegetales. Los seres vivos danzamos junto al sol y la tierra en esa pulsión entre la vida y la muerte que la primavera y el invierno conceptualizan.

La mitología nos enseña además que la primavera no sólo trae la vida, sino que también está estrechamente ligada con el sacrificio. Así, Perséfone ha de pasar seis meses en el inframundo con Hades, Osiris debe velar por la tierra de los muertos, Baal debe morir ante Mot. Los Misterios Eleusinos, que celebraban el culto a Perséfone y Deméter, llegaban a su clímax con el sacrificio de un toro blanco, y en el valle de México los sacrificios humanos a Xipe Tótec buscaban recuperar las lluvias primaverales cada año.

Stravinski expuso este axioma primordial en su Consagración de la primavera, donde a fin de traer la nueva estación, una joven virginal baila para los dioses hasta la muerte. El primitivismo musical de Stravinski expresa más allá de las palabras una verdad universal: la primavera, ya sea estacional o metafórica, siempre viene precedida del invierno. Puede que vivamos tiempos extraños, de reclusión, y puede que aparentemente nos haya tocado vivir un año sin primavera, pero estoy convencido de que tras este largo invierno florecerá la más hermosa de todas.

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