La rabiosa actualidad no da un segundo de respiro. La montaña rusa de la inflación, el tira y afloja del poder político por renovar la cúpula del poder judicial (si Montesquieu levantara la cabeza…), el nuevo Twitter de Elon Musk… Uno quiere aprovechar el privilegio de expresarse en un altavoz como este, pero hay tantísimos estímulos, tantas cosas que decir y tan pocas dignas de escuchar, que el folio en blanco torna en un abismo sin fondo.

Por eso hoy quiero hablar de algo muy diferente. Les contaré cómo entendí por qué llevaba toda mi vida sin saber decir cuál era mi libro favorito… hasta hace cosa de un par de meses.

 

Literatura, bendito vicio

Quien me conoce sabe de mi faceta lectora. He devorado libros desde que tengo uso de razón; hasta hace cuatro o cinco años, no perdonaba la lectura en la cama previa al sueño. Creo que es uno de los hábitos que más cosas buenas me ha aportado a lo largo de mi vida. Por eso me dio mucha pena ver cómo se perdía poco a poco, como las lágrimas en la lluvia de Roy Batty, en medio de la vorágine universitaria y el déficit de atención subsecuente. Al llegar a casa llevaba encima tanta ley, decreto, sentencia y la madre que parió al primer australopiteco que decidió bipedestar, que no tenía fuerzas para leer un solo párrafo más.

Cuando mi cabecita se acostumbró al nuevo orden vital, recobrando el equilibrio, traté de ir recuperando mi sanísima afición. Pero fue irregularmente, con rachas sin parar de leer y otras incapaz de elegir a qué universo hincarle el diente. Caí en un vicio recurrente del lector: la relectura; sentía que revivir mis historias favoritas era menos cansado que descubrir otras nuevas.

Este año decidí definitivamente recuperar mi mejor versión, vivir más tranquilo y con más atención en lo importante. Y ahí los libros son un pilar fundamental. Empecé con El cartero de Neruda, una entrañable novelita del chileno Antonio Skármeta; menos de tres días me duró en la mesita por lo delicioso de su lectura. Al día siguiente, hablando con mi señora (a la sazón, filóloga), surgió en la conversación el nombre de García Márquez. Muy resuelto, le dije: «me voy a empezar Cien años de soledad».

 

Locura mágica, locura real

En mi estantería me esperaba aquella edición de Cátedra de cubierta zaína, solo interrumpida por una pintura de Botero y que, como media biblioteca, había heredado de los años de instituto de mi madre. Profusamente comentada, su mejor baza era el árbol genealógico que antecedía a la novela; sabe Dios que no menos de quince o veinte veces lo consulté, pues entre tantos Aurelianos y Arcadios es fácil perder el hilo. Y allá que fui, sin sospechar el punto de inflexión al que me estaba aproximando.

Cien años de soledad es una de las más altas cumbres a las que ha escalado el ingenio humano. Es arte elevado a la enésima potencia, cultura en su máxima expresión, pura imaginación y libertad creativa total. Todo ello arropa a una narración sublime que se infiltra en el alma y la acaricia y araña a partes iguales. Cuando cerré el volumen, comprendí por qué, de entre tantas historias que recorrí, jamás había sido capaz de discernir cuál era mi predilecta. No había llegado aún.

No llegó hasta que la trajeron los desvaríos aventureros del primer José Arcadio y el ajado orgullo de Aureliano el coronel; la mano de hierro de la matriarca Úrsula y la velada inquina entre Rebeca y Amaranta; la transmutación de los gemelos Segundos y el amor puro y sincero entre Babilonia y Amaranta Úrsula, que parece la última ventana de salvación para esa maldita familia Buendía pero igualmente se desvanece en las garras del destino… No llegó, en suma, hasta que tenía que llegar. Y lo saboreé con gusto, aunque con un deje de envidia, porque como escritor no podía sino aspirar y soñar con parir de mi cabeza y pecho una joya tan esplendorosa, y bien seguro que moriré sin lograrlo, porque jamás nadie podrá siquiera aproximarse al compendio de genialidad que es Cien años de soledad.

Seguía aquí, pero en espíritu me había mudado a Macondo

Fue entonces cuando me mudé a Macondo, aunque la hubiera arrasado un tifón. Física y mentalmente seguía aquí, pero espiritualmente levanté una casita junto a la heredad de los Buendía. Me mudé a Macondo porque yo también he tenido obsesiones que me han sacado de mí, fantasmas que me perseguían, y más me hubiera valido que me ataran a un árbol, como al patriarca; porque yo también he crecido en una familia donde, desde mi bisabuela hasta la pequeña teniente que es mi prima, nada ha estado nunca realmente por encima de la autoridad materna. Me mudé a Macondo porque yo también he esperado a que escampara para encontrarme cuatro años de diluvio, porque yo también he creído en la nobleza de causas que luego me defraudaron, y luché por orgullo, y no dudé en apretar el gatillo porque «compadre, te fusila la revolución». Me mudé a Macondo porque, como todos los jóvenes, lo de atravesar un ciclo eterno de crisis es el pan de cada día.

Mucho tiempo después, frente a la fachada de la casita, recordé la primera vez que hollé aquel lugar y, abrumado, entendí que nunca me había mudado a Macondo, sino que había nacido allí, porque Macondo, tan delirante, tan fascinante, tan enfrentado con la soledad y al mismo tiempo abandonado a ella, no era sino la vida misma. De hecho, nunca se ha retratado mejor.

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