Odio las despedidas. Odio el sonido de las puertas cerrándose, de los aviones despegando, de los abrazos entre pañuelos y los ‘hasta pronto’. Detesto ver como la figura de alguien se va haciendo más pequeña, en la lejanía, mientras camina a subirse a su tren; o la melancolía cuando eres tú el que hace las maletas, dejando atrás las calles que te han visto crecer. cheap jordan 1s
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Podría mencionar muchos tipos de despedidas, y, aún así, dentro de las que conozco, no recuerdo ninguna que no sea dolorosa: decir adiós a tus padres antes de irte de casa, separarse de tu mejor amiga que se muda a otro país, dejar atrás a tu abuela para volver a la universidad o abandonar al protagonista de las canciones de amor.

No sé, es raro. Despedir es asumir un cambio. Supongo que así es la vida, ¿no? Cambiar, transformar, crecer. Giuseppe Tomasi di Lampedusa expuso una paradoja llamada ‘gatopardismo’, la cual expresa que en la vida debe ‘cambiar todo para que nada cambie’. Es decir, ‘si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie’. Quizás a veces haya que crecer en direcciones distintas al resto para seguir aprendiendo, para avanzar, por mucho que duela. Debemos interiorizar, aceptar, que ciertas etapas de nuestra vida nos toca enfrentarlas así, sólos. Sin las personas que estamos acostumbrados a tener cerca.

Diría que lo peor es eso, adaptarse al abandono, al silencio, al día a día. A ver la habitación que antes estaba llena y que ahora está vacía, a felicitar el cumpleaños por teléfono, a echar de menos la comida de casa y a tener que conformarse recordando, porque aunque haya distancia, trenes, y fronteras de por medio, lo único que queda está ahí: en el recuerdo, la memoria, la nostalgia. 

Tal vez estemos destinados a despedirnos para eso, para recordar. Dicen que no valoras lo que tienes hasta que lo pierdes, o, en otras palabras, que no echas de menos a alguien hasta que no le ves partir. No asumimos la importancia de algo hasta que desaparece, pues es fácil subestimar lo que tienes cuando siempre está presente. A veces damos por sentadas las cosas más valiosas, como puede ser una sonrisa, un abrazo, una conversación o un beso. Es eso lo que conlleva la cercanía, ¿verdad? Cuanto más cerca estás de alguien, más trabajo te cuesta imaginarlo lejos. Y somos tan tontos, tan tontos, que sólo valoramos las cosas cuando están alejándose…

 

Así es la vida misma, con sus subidas y bajadas, sus vueltas, sus momentos en soledad y sus anécdotas acompañados. Sí, todo es cuestión de absorber, de entender y de conciliar. De vez en cuando no viene mal perderse para volver a encontrarse, distanciarse para ver de lejos y, una vez ahí, darse cuenta de la suerte que tenemos de estar rodeados de tanto amor, tanto cariño, tanta nostalgia. 

Es paradójico. Sólo disfrutamos algo cuando nos damos cuenta de lo diferente que sería nuestro día a día sin ello. Y, aunque normalmente se vuelve a casa, y un Erasmus llega a su fin, hay veces que las despedidas suponen un final. No, no porque dos personas no se vuelvan a ver, si no porque el tiempo las pone en lugares diferentes. Es muy triste, pero si se para a pensarlo, en realidad es bonito. Hay una evolución, la cual comienza en dos desconocidos, que pasan de ser extraños, a conocerse (y a quererse, hasta incluso) para, de nuevo, volver a ser desconocidos. Pero, esta vez, desconocidos con recuerdos en común. Como hemos dicho arriba, despedirse es aceptar un cambio, y hay relaciones que, después de tantos kilómetros, no pueden ser curadas por ningún reencuentro. Creo que es ahí donde está la magia de la vida, ¿no? En comprender que cada uno tiene su tiempo asignado, que hay que dejar ir, que siempre se echa de menos el lugar donde se fue feliz y que cuando alguien se va es porque ya nos ha enseñado todo lo que nos tenía que enseñar.

 

Ahora, que es agosto, comienzan las despedidas, cara a septiembre. Toca llorar, viajar, abrazar. Toca despedirse, y, como en cada partida, es turno de decir adiós. Decir adiós no sólo a la persona que se va, si no a nosotros mismos, porque cada vez que alguien se va, se lleva con él una parte nuestra. Cada vez que digo adiós, lo digo con la esperanza de que la otra persona cuide el recuerdo que lleva de mí. 

Y así definiría yo querer a alguien: 

Estar tan cerca, tan cerca, tan cerca, que cuando se vaya, haya una parte de mí que forme parte suya.

 

Odio las despedidas. Las odio.

 

Artículo dedicado a aquellas personas que he despedido recientemente y que se van con un trocito de mí.

Para Carmen, Bienve, María, Juan, Irene y Santi.

Nos vemos pronto.

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