Se cumplen más de seis meses desde que se decretó el Estado de Alarma en España, de lo que conocemos hoy como el punto de partida de la pandemia en nuestro país. Durante este periodo, hemos experimentado de primera mano una crisis sanitaria, social, humanitaria y, por supuesto, económica. Pero aún hoy seguimos con la incógnita de cuándo nos vamos a recuperar.

Entre marzo y mayo derrapamos por una curva que no cesaba de subir, mientras escuchábamos con cierta con frivolidad morir cifras que no eran números, sino personas. Pensamos convencidos que saldríamos mucho más fuertes y unidos, mientras entonábamos cánticos de unidad y resistencia y nos creíamos nuestras propias palabras (o falacias). Fueron semanas en las que sentimos el frío en un Palacio del Hielo donde nunca llegó la primavera y que vio pasearse a sus anchas a la inexorable guadaña.

Pero entonces llegó junio que, convertido en fases, fue dando paso a una libertad que habíamos echado demasiado de menos. Las calles volvieron a la vida, despertando de un letargo fantasmagórico y congregaron a sus gentes, con ansias de recuperar un tiempo perdido.

Por un momento, parecía que nada hubiera sucedido, como si todo hubiese sido una pesadilla que gritara verano. Comenzaron las salidas, los reencuentros y los bailes. Volvieron los abrazos para los que ya no había una pantalla de distancia. ¿Se acuerdan de cuando las mascarillas no eran obligatorias? Esa fue la época en la que se disipó el miedo a lo desconocido y se comenzó a retar a un riesgo sin cabeza que lo único que no conocía eran las consecuencias.

Pero se nos fue de las manos. A simple vista, nadie hubiera podido percibir los signos de una pandemia en cualquiera de nuestras playas y celebraciones. Mas agosto dio la bienvenida a un septiembre en el que los contagios no dejaron de subir. Las cifras aumentaban de manera desmesurada, como también lo hacía un temor al que, durante meses, no le hicimos demasiado caso.

Comenzaron los colegios, los institutos y universidades. Volvimos a una aparente normalidad, que tan solo era el reflejo de una realidad perdida. Con abrazos a la distancia y sonrisas tapadas, los estudiantes regresamos a unas aulas cerradas desde marzo, por lo que, en su momento pensamos que sería poco menos de un mes. Pero este septiembre ha sido diferente, al igual que lo lleva siendo todo el año.

Escribo estas líneas bajo la luz amarilla de un flexo, entre las paredes que conforman mi nueva normalidad. Hoy se cumplen dos semanas desde que estoy confinada en uno de esos barrios madrileños que tienen demasiados casos, pero a los que cada día pueden acceder cientos de personas. Hace 15 días que no salgo de las cuatro calles que rodean mi casa. No obstante, hoy puedo decir con orgullo que, tras dos años, ya las conozco de memoria, incluso con nombres y apellidos. Quizás por la experiencia, esta vez no pensé -como en marzo- que serían dos semanas de confinamiento, y le auguro un poquito, bastante, más.

Mientras tanto, me conformaré con poder seguir paseando y esperando que la responsabilidad de nuestros políticos y, por supuesto, la individual, nos permitan doblegar una curva que no parece frenar. Llegados a este punto, yo ya no aspiro a que salgamos más fuertes, ni siquiera más unidos. Ahora, lo único que espero, es salir.

 

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