El riff de Satisfaction no sonaba todavía en 1927. Nadie había pensado en fabricar una guitarra eléctrica – y a Keith Richards le quedaban casi veinte años para ser un blastocisto -. La figura del bolígrafo no aparecería hasta la próxima década, e incluso Fleming tardaría un par de veranos más en tropezar con la penicilina. ¿Cuál era la excusa para tanta tardanza; si en ese mismo año, F.W Murnau ya había filmado la película más bonita de la historia?

Tal mayúscula valoración – asidua en foros cinéfilos – refiere al triángulo amoroso en el que George O’Brien debía
decidirse entre el amor cotidiano de Janet Gaynor o la novedad tentativa de una mística Margaret Livingston. En Amanecer, el cineasta alemán – y artífice del larguirucho Nosferatu (1922, Alemania) o del más expresionista mito de Fausto (1926, Alemania) – confeccionó el culmen de su obra mediante el preciso – e innovador en la técnica – planteamiento de una dicotomía entre el campo y la ciudad, reflejada tanto en sus protagonistas como en la ambientación de dos mundos contrarios.

Para la confusión del protagonista, este dilema se fusiona en la cinta mediante el amalgama de diferentes escenarios en un mismo plano. Con el objetivo de reforzar la dicotomía antes mencionada, Murnau juega a intercalar el bucólico paisaje rural con el bullicio de la ciudad. Se apoya en un hilo musical – en el que el viento metal toma la voz cantante – que establece un ritmo pausado y melancólico en las imágenes referidas a la granja y al amor de Gaynor. En cambio, el
trompetista se desmelena y toma cartas en el asunto con la aparición de la ciudad y de Livingston.

Da rienda suelta al ritmo de la melodía, lo que hace que la acción transcurra con celeridad y emociones propias de un viernes al mediodía en el centro de Madrid. Todo ello, reforzado también por la apariencia de sendas protagonistas: Gaynor, de tinte casi eclesiástico, cubierta con ropajes blancos atestados de pureza e inocencia; Livingston, abanderada de los tonos oscuros y caracterizada por un atractivo semblante misterioso, en representación de la tentación y del pecado. Esta serie de minuciosas confrontaciones determina una aleación calculada de elementos cinematográficos, que en su conjunto, conforman una puesta en escena tan funcional como memorable.

¿Cómo declamar con la cámara?

El expresionismo alemán, que acunó a F.W. Murnau antes de su viaje a Hollywood, se mantiene latente tanto en decorados artificiales – no tan excéntricos como los del despacho del Doctor Caligari – como en simbolismos. En los que la luna, como apuntaría poco después Lorca, es el presagio del fatal desenlace; de una charla con la muerte. Ésta, ligera, se refleja en el desasosiego de un río por el que transita una barca, a la que le aguarda un destino tan trágico como a la rigidez expresionista de la cámara, de la que Murnau prescinde para agitar más – si cabe – este poemario simbólico. De este modo, consigue que todo movimiento aguarde un sentido, que cada imagen hable con voz propia sin apoyo de intertítulos, y que los sentimientos afloren dotados de delirio, melancolía o apasionamiento según convenga. Amanecer es una poesía viva, una balada romántica; una precisa fusión de técnica y sentimentalismo filmada con un ingenio del que la muerte se apropió antes de tiempo. Y es que poco después de cumplir los cuarenta, la luna se llevó a Murnau. Y aunque su legado quedó grabado en la historia, a la industria se le arrebató la inteligencia innata y prematura de un indudable portento cinematográfico.

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