Todos tenemos un amigo místico, por llamarlo de alguna manera. Aquel que – sin ton ni son – irrumpe en distendidas charlas de grupo para culpar a Géminis de sus fracasos, exponer minuciosamente las propiedades del lapislázuli, inventar una experiencia paranormal de sus vacaciones en la montaña, o lo que toque.

No obstante, el monólogo se pone interesante cuando se habla de reencarnación: una creencia propia de las religiones dhármicas que aboga por la permanencia del alma – tras la muerte corporal – en cualquier otra forma física. 

Más allá de la broma amenazadora de reencarnarse en cucaracha o bichos del estilo, aquí lo místico se torna en una creencia fundamentada. En la religión y filosofía budista – por ejemplo – la materia está sujeta al cambio, a la decrepitud y por consiguiente, a la muerte. Proceso acuñado en el término impermanencia. Esto trata de abordar Lois Patiño en Samsara (2023), en un viaje desde los templos budistas de Laos hasta un pueblo costero de Zanzíbar. Y es que el director gallego – de naturaleza ambiciosa y de lo más autoral como ya demostró en Costa da Morte (2013) – prosigue con su evolución mezclando formatos artísticos, con resultados – por el momento – bastante satisfactorios.

 

Samsara (Lois Patiño, 2023) / Fuente: Atalante Cinema
¿Por qué vale la pena?

Samsara no brilla en su puesta en escena. De hecho, se perciben decisiones bastante pobres en las que se desaprovechan quizás tanto las localizaciones; como el contraste de la naturaleza asiática con la espectacularidad arquitectónica de los templos budistas. Aunque es cierto que, se proponen construcciones lineales de lo más sugestivas. Pero tampoco existe una narración consistente. Se cuentan dos historias – una en Laos y otra en Tanzania – que no acarrean apenas poder emocionante. Ni siquiera se recuerda a los personajes protagonistas, que pasan desapercibidos casi por completo. ¿Pero, qué importa? La magia de esta película, el verdadero efecto valioso que presenta Patiño, es un colosal interludio.

Y es que hablamos de una experiencia inmersiva. No esa banalidad infructuosa de tomar las decisiones del protagonista como Black Mirror: Bandersnatch en 2019. Patiño te conduce – a través de una de las protagonistas – a la misma muerte. Lo hace, directamente, con un letrero en el que pide al espectador que cierre los ojos. Y no hace falta que lo ordene, el magnetismo de esta práctica novedosa conlleva bajar de inmediato los párpados. 

Durante más de cinco minutos – con un margen de error sujeto a la pérdida de la noción del tiempo que supone la práctica – se suceden imágenes de colores fijos estridentes. Se perciben destellos, ráfagas de brillo, desvanecimientos de luz… todo para producir imágenes de diverso calado. Pero son los sonidos los verdaderos protagonistas de este magnífico intermedio. Provenientes de la naturaleza, de fenómenos atmosféricos, de instrumentos y voces… de tantas cosas distintas, que lo más genérico se convierte en algo totalmente personal y único. Tu propia vida comienza a pasar por delante de tus ojos. Se atraviesa esa realidad intermedia – de la que se habla en la película y con la que se experimenta en sus imágenes – que retrotrae al espectador hasta sus propias vivencias, matándolo después – sin piedad aparente – en su propia butaca.

No es tarea fácil recuperarse de esta experiencia sensorial. De hecho, la segunda parte de la obra – dada su redundancia y la estructura repetitiva respecto a la primera – no resulta para nada convincente, no hay forma de conectar con ella. Este éxtasis que Patiño le induce al espectador no puede remontarse con un breve relato sobre cómo se hace el jabón de algas en Tanzania. Es una historia – con sus reflexiones intrínsecas – contada dos veces sin ninguna necesidad. Como subrayar con un Stabilo pastel color amarillo lo que ya se había destacado antes en negrita.

 

Imagen de Samsara (Lois Patiño, 2023) / Fuente: Atalante Films

No obstante, la película es una propuesta más que valiosa. Aboga por las nuevas cinematografías, por la participación del público como un factor más del lenguaje cinematográfico, por darle la mano al espectador y no presentarle una película; regalarle una experiencia. No está claro que la crítica más purista acompañe a Patiño en este camino, tampoco que se le augure un inaudito éxito comercial. Pero… ¡Qué paradoja! Ha hecho falta morir frente a la pantalla para comprender que el cine está más vivo que nunca. Y lo que le queda. En esta vida, y en futuras reencarnaciones.

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