En una de las escenas clave de La maternal, el segundo largometraje de la cineasta zaragozana Pilar Palomero, Carla (Carla Quílez) conoce por primera vez a las que serán sus compañeras en—y de ahí viene el título—“La Maternal”, el centro para madres menores de edad donde ingresa tras quedarse embarazada a los catorce años. María, Sheila, Estel, Jamila y Claudia—todas ellas, a excepción de la primera, jóvenes que pasaron por esa experiencia en la vida real—narran las historias que las llevaron hasta ahí: amores adolescentes, abusos en el entorno familiar, y otra serie de circunstancias que las han obligado a asumir la responsabilidad de ser madres antes de lo esperado. Durante buena parte de la escena, la cámara permanece fija sobre Carla, mientras las voces—procedentes del espacio fuera del encuadre—envuelven su presencia en la sala. Su rostro en primer plano, reaccionando al relato de sus compañeras, traslada la emoción a la imagen, mientras que el poder de la palabra como testimonio, en el caso de la narración de las chicas, hace lo propio en el sonido.

Esta sencilla decisión de dirección—desvincular la imagen de las protagonistas del testimonio—encierra muchas de las virtudes de la película presentada en la Sección Oficial a competición del pasado Festival de San Sebastián. A un nivel evidente, la escena es un recital de la infinidad de matices que Carla Quílez aporta a su personaje, y que le valieron el premio a la mejor interpretación protagonista dentro del festival (concedido ex-aequo con Paul Kircher, el protagonista de Le lyceén). Palomero demuestra una (acertada) confianza en la capacidad de su actriz protagonista para llevar el peso emocional de la escena.

Pero la decisión está motivada, en mi opinión, por algo más que el talento interpretativo de Quílez. Aunque la cinta es claramente ficcional, su decisión de incorporar no profesionales a la historia la lleva a navegar un territorio fronterizo entre la ficción y el documental, en el que a veces es complejo dar con un equilibrio. Para dar más fuerza a los testimonios reales dentro de una película, otros cineastas hubieran enfocado a las chicas que narraban sus historias; sus rostros, a fin de cuentas, serían el camino más directo hacia una cierta “verdad” pretendida por cualquier película de vocación realista. La decisión de Palomero, que nos priva de eso como espectadores, busca que el equilibrio realidad-ficción se construya desde la sensibilidad y, sobre todo, desde la ética. La directora renuncia a exponer así a sus actrices, mujeres muy castigadas por la vida (el estigma social que supone la maternidad en la adolescencia, al final, es central para la película) que narran una experiencia traumática para ellas. Negar al espectador la identificación directa con ellas es una forma de proteger su intimidad, de respetar su trauma, y consigue que la emoción aflore desde una posición más igualitaria entre espectador y sujeto fílmico. No consumimos el sufrimiento ajeno, sino que lo entendemos a través de Carla.

Y lo que es, en mi lectura, una decisión ética, funciona a la perfección desde el punto de vista narrativo/dramático. Vehicular los testimonios reales de Sheila, Estel, Jamila, y Claudia a través del rostro de Carla los integra de forma más armoniosa dentro de la película. Sus dudas, sus miedos, su dolor, pero también su alegría y su vitalidad enriquecen la historia de Carla, y enfatizan el sentido de comunidad que transmite la cinta. Esa es otra gran virtud de la película: La maternal pone en valor lo colectivo (y en otro nivel, lo público) como las únicas vías para curar las heridas de sus protagonistas. Las voces de las chicas y el rostro de Carla son partes de un ente colectivo; solo juntas (mediante comprensión, amistad, empatía) consiguen progresar en la narrativa de la cinta.

La maternal se estrena este viernes 18 de noviembre. Ojalá todas estas virtudes la lleven a llenar las salas de cine.

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