Las tablas del Molino Rojo crujían, pese a la pronta edad de la madera. Se las escuchaba estremecerse y tambalear bajo el peso constante de las bailarinas. Flotaban y se contraían, en estrecha consonancia con las faldas y volantes de sus vestidos. Una eterna sinfonía casi imperceptible, injustamente menospreciada, apenas un leve zumbido a oídos de las jóvenes que habitualmente montaban sobre ellas, y que nada tenían que envidiar a la melodía infernal del cancán francés.

Arriba y abajo, las risas, sorpresas y sobresaltos eran frecuentes en el bar más conocido de todo París, pero sólo complementaban un continuo bombeo percutido por el zapateo incansable de sus bailarinas. Cualquiera, diría, hubiera perdido la cabeza asistiendo diariamente a este ritmo enfermizo de naturaleza cuasi ritual. No fue el caso de nuestra protagonista, una jovencísima de cabello meloso color limón, ni tampoco el del artista más bohemio del momento. Serían estas, y algunas otras peculiaridades en común, las que los llevarían a encontrarse en un mismo tiempo y un mismo lugar, fraguando así una de las amistades más conocidas de toda la historia del arte.

Jane Avril (1868-1943), estrella del cancán de cabaret, fue recurrente en la vida, y natural en la obra, del pintor y cartelista francés, Henri de Toulouse Lautrec.

Amante de la noche y de las criaturas que poblaban las calles y los enclaves nocturnos del París de fines del XIX, el artista encontró en Avril a su musa definitiva, a la cual dedicaría decenas, cientos sino, de horas, a efectos de estudiarla y retratarla, consiguiendo inmortalizar a través de sus carteles, los escurridizos y raudos movimientos que caracterizaban el baile frenético y sensual que la joven repetía noche tras noche sobre el escenario del Moulin Rouge.

Jeanne Louise Beaudon era su verdadero nombre, fruto de una relación desafortunada, entre un marqués de origen italiano y su amante, La Belle Elise. El abandono del primero, nada más nacer Jane, sería tan sólo un adelanto de su futura infancia y adolescencia, maltratada por su madre, enferma de alcoholismo, e internada en un psiquiátrico, donde, por suerte, encontramos los inicios de su historia como bailarina, participando de los propios espectáculos organizados por la institución, en los que ya comenzaba a ganarse el afecto de un público peculiar, otros internos, como ella. Padecía, además, una enfermedad nerviosa, conocida entonces como “La Danza de San Vito”, la cual se manifestaba a través de movimientos repentinos y sacudidas de extremidades.

Henri de Toulouse-Lautrec, Jane Avril, c. 1891–92

 

Todo ello, perfecto ejemplo del arte como consecuente de las circunstancias que le tocaron vivir, nos habla de una técnica frenética y cargada de excentricidad, un baile que poco tardó en calificarla de insana. No en vano, unido a la anatomía extremadamente delgada de la bailarina, recibiría a lo largo de toda su vida múltiples apodos, desde L’Etrange (La Rara) o Jane La Folle (Jane la Loca), hasta La Mélinite, como la melinita, una sustancia explosiva.

El autor belga Frantz Jourdain la describió como:

«Esta criatura exquisita, nerviosa y neurótica, la flor cautivadora de la corrupción artística y de la gracia enfermiza»

Henri de Toulouse-Lautrec, Jane Avril, c. 1899

 

Tras múltiples profesiones, y efímeros trabajos, como prostituta, acróbata o hasta cajera, fue contratada por el famoso local nocturno, Moulin Rouge, refugio del bullicioso mundo artístico del parís del momento, dedicándose por completo al baile.

Toulouse Lautrec supo sembrar una amistad con ella que hoy nos llega a través de sus carteles de espectáculos, pero también en sus retratos más íntimos, donde nos muestra la faceta más melancólica de la bailarina. Los dos amigos mantendrían además una estrecha correspondencia testigo de la relación entre ambos artistas.

Jane Avril cultivó un éxito indiscutible. Murió en la más absoluta pobreza, víctima de los engaños de su marido, el pintor francés Maurice Biais, y como consecuencia de la Gran Depresión. Tenía tan sólo 42 años, quedando inmortalizada grácilmente por las plumas y pinceles de sus contemporáneos

No fue esta la primera, y tampoco sería la última historia trágica que rodeó los locales parisinos de la época. Muchas otras cayeron víctimas de los excesos y la fugacidad de sus cuerpos, contribuyendo, una vez más, a las ideas y conceptos más bohemios del momento.

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