Kenneth Branagh le es más infiel que nunca a Agatha con un filme que va más allá de la libreta y la lupa.

 

Hércules Poirot, el pintoresco detective que Agatha Christie trajo al mundo, ha vuelto a la pantalla para resolver otro enredo aparentemente irresoluble. De la mano de Kenneth Branagh, y con un elenco menos llamativo que en anteriores ocasiones, la Venecia de los años cincuenta será el escenario donde las sombras y el misterio se apoderen del carismático bigotudo.

Tras la última entrega del director inglés – fracaso en taquilla –, la saga necesitaba una bocanada de aire fresco que se desmarcara de las novelas de Agatha. Las máscaras venecianas y el sórdido transcurso de las aguas del canal por los hogares más aterradores de la ciudad italiana, han sido los encargados de dotar de “terror” a una de las no tan destacadas historias de la dramaturga británica (Hallowe’en Party).

En esta ocasión, Poirot (Kenneth Branagh) recibirá la llamada de su amiga y escritora ya sin inspiración (Tina Fey) para intentar descubrir los trucos secretos de una célebre espiritista (Michelle Yeoh). Después de una tragedia familiar, que ha dejado secuelas fantasmagóricas en un antiguo orfanato puramente veneciano, la madre de la víctima (Kelly Reily) solicitará los servicios de la misteriosa exorcista, a la que Poirot querrá descubrir no solo por echarle un cable a su vieja compañera, sino por su irritante y por todos conocido ego.

Con el bigote en perfecta armonía con su ceño fruncido, Poirot se inmiscuye en la gótica mansión para desestimar los métodos de la médium y desacreditarla por completo. Sin embargo, y como de costumbre, acaba por explotar al máximo su intelecto con la tarea de descubrir quién de todos los presentes es un asesino.

 

¿Poirot también se pone en duda a sí mismo?

El guion de Green, por primera vez en esta trilogía, dota al detective de personalidad. Lo humaniza como todavía no había hecho. Poirot comienza un camino de introspección, entre apariciones fantasmales y sucesos paranormales, que pone por fin en duda su infranqueable juicio sobre las cosas que pueden y no pueden ocurrir.

Este fenómeno, sobre todo para los seguidores de esta pequeña saga, llama mucho más la atención que la historia en sí – que puede resolverse con facilidad si nos servimos de una pequeña libreta y de los ojos bien abiertos.

 

Venecia sin retocar

El CGI, en anteriores ediciones, le robaba protagonismo incluso al mismo Hégcul. Esta vez se selecciona Venecia después de la Segunda Guerra Mundial. Un ambiente oscuro, lúgubre, y misterioso cuanto menos. Grandes casas que se elevan sobre aguas turbias, lluvia de la que asusta un poco y un trabajo de fotografía bastante acertado por parte de Haris Zambarloukos, quien ya trabajó con Branagh en Belfast y en el resto de entregas de esta saga. El especialista natural de Chipre selecciona planos mucho más naturales y sin maquillar para, además de darle credibilidad a la historia, dar un poco más de miedo.

Las imágenes se suceden creando una atmósfera idónea para la historia. De hecho, la escena en la que Michelle Yeoh llega cual gondolero a la casa en cuestión resulta cuanto menos terrorífica. Eso sí, cuando revela su rostro – el que le costó un Oscar después de revolucionar el multiverso – el ambiente se destensa un poco.

Los maestros del cine de terror, de los cuales se ha servido el director robando elementos característicos del género, defenderían que el filme no se puede comparar con cualquiera de sus creaciones. Sin embargo, la crítica está acogiendo esta nueva propuesta de Branagh catalogándola como la mejor de la, por el momento, trilogía.

 

Misterio en Venecia es romper una lanza a favor del director británico. Tras dos entregas no muy bien acogidas por el público, Branagh ha escogido el sendero correcto para reinventarse. No será una película que pase a los anales de la historia, pero los amantes de la intriga y del cine de misterio brindan hoy por acudir al cine muchas más veces para disfrutar de una nueva aventura de este Poirot.

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