Llevo una semana con el cuerpo en tensión y durmiendo muy poco. Me tiemblan las manos y, aunque me acuesto pronto, hay algo que me mantiene despierta por horas. Esos son síntomas de que algo no va bien y lo cierto es que, hasta ahora, no había podido detectar qué era. Pero, finalmente, he podido descifrar las señales: mi casa está ardiendo y yo estoy a 600km de ella. 

Cuando nos marchamos de Venezuela y vinimos a España, elegimos vivir en un pueblo de la provincia de Tarragona; playa, buen tiempo y seguridad. Nunca nos arrepentimos de esa decisión, porque nuestra infancia fue tan bonita como aprendre el català y regalar rosas a mamá para Sant Jordi. Y cuando íbamos a Barcelona, perder el tren de vuelta no era una mala noticia, porque significaba pasar un poco más de tiempo en esa ciudad que me sigue robando el corazón, y que más tarde se convirtió en el atrezzo de muchos de nuestros errores y aciertos.

Aunque hace año y medio me mudé a Madrid para empezar algo nuevo, mi casa sigue estando allí, junto a mi familia y amigos de toda una corta, pero intensa, vida. Así que, querido lector, no puede usted imaginarse lo duro que me resulta contener mi llanto cuando veo lo que está sucediendo en esas calles que, en algún momento, me hicieron la persona más feliz del mundo. 

Personas corriendo sin rumbo, amigos heridos, conocidos furiosos y familiares con miedo de volver a casa. Al ver las imágenes, me pregunto: ¿Cómo cabe tanto dolor en una pantalla tan pequeña? ¿Y yo qué debería hacer, estando lejos? Si por mucho que quisiera plantarme en la Puerta del Sol a levantar mi bandera sin hacer daño a nadie, vendrían a por mí. ¿No os indigna pensar que, en un país “democático”, alguien – y seguro no soy la única – tenga miedo a manifestarse? Esta no es la definición de democracia que aprendí en mi colegio catalán, ni la que aprendo ahora en mi universidad madrileña; para que veáis que esto no se trata de estar a un lado o a otro de la frontera. 

Siento que estoy en deuda con Catalunya, por acogerme siempre con los brazos abiertos y un buen plato de galets sobre la mesa. Esta es mi forma de decirle que la quiero. Más allá de todos los hechos que han provocado la situación actual, cada día que pasa desde la publicación de esa sentencia, me siento más impotente y más encolerizada. Esta crisis ha hecho brotar las enfermedades más letales que padece la sociedad española: medios parciales y crueles, ‘dirigentes’ aprovechándose del descontrol para ‘dirigir’ votos en el 10N – unas elecciones que se celebrarán sobre urnas violentas e impulsivas; pero, sobre todo, odio. Un odio en dirección equivocada: odio entre españoles y catalanes, cuando debería ser odio al Estado que sembró y alimentó dicho odio . 

 

Así que mi casa está en llamas y, dentro de ella, hay personas luchando por un final feliz, otras echándole leña y otras mirando como arde. 

Y lo que me da miedo no es volver a casa y verla gris y destrozada (eso solo me partiría el corazón), sino verla rendida, sumisa y callada. 

 

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