Nunca he sido muy partidario de la expresión «el bueno de». A mi parecer, pocos son tan virtuosos como para merecer esa antesala, y existe un deje, el residuo de cierto paternalismo, que me impide encomendarme a ella gratuitamente. Con todo, si hubiera de colgarle el muerto de tan pesada carga a alguien, esa persona sería Wilson.


No son pocos los años que nos separan de nuestro primer encuentro. Vía un amigo común, Wilson irrumpió en mi vida con aspecto de ratoncillo risueño, de talante amigable y esa curiosa mezcolanza entre inmadurez y vida vivida; la de esos a los que la piel les huele a miedo, injusticia y drama.

Quedo con el bueno de Wilson en una terraza encantadora. Ni la puta pandemia logra doblegar el crujiente brillar del sol, y los pantaloncitos cortos con que periquitos y periquitas lucen sus muslillos trabajados durante el invierno. Aunque Wilson y yo ya habíamos paliqueado los temas que relataré a continuación, las preguntas eran las oportunas, las necesarias y, por una vez, él debía narrármelas con el espíritu de la objetividad informativa, y no de la embriaguez crepuscular antesala al desmayo.

Saco piolet interrogador, dando la primera ganchada al costado del presente. «¿Cómo te trata España, Wilson?». El bueno, sonriente bajo un ridículo, pero inexplicablemente adecuado, bigotito de Cantinflas, alega sentirse cómodo…No obstante, no son necesarios muchos segundos para que finalmente admita: «Yo me siento bien en España, por la seguridad sobre todo, por la gente que aquí he conocido, pero…vivo en una tremenda frustración. Me siento en ocasiones muy desubicado. Tienes que entender que yo no vine a España por gusto, ni decisión propia, yo vine para salvar la vida».

¡Diantres! Pues menudo entrevistador de mierda estoy hecho, si ni siquiera informo de las razones que me llevan a relatar esto. Wilson, tan bueno y encantador como es, se encuentra en España desde hace tres años porque está condenado a muerte por las maras salvadoreñas, más concretamente la 18, enemiga de la famosa Mara Salvatrucha, en el residencial de Altavista, al norte de San Salvador. Ha pasado por la solicitud de asilo, el permiso de residencia temporal, la ilegalidad, ojo, con recurso contencioso administrativo, y seguramente de no ser por la ayuda de varias plataformas, y su desenvuelta capacidad informática que lo ha llevado a un contrato de trabajo estable, el bueno de Wilson estaría, hace tiempo, encaminándose a su soga del 38, cómo un condenado a muerte cavilando los errores de su vida, acojonado ante el agresivo relampagueo de la vieja chispas.

Le pregunto entonces por lo propio, sabiendo tres de las cinco W, me interesa ahora ahondar en el ¿cómo? y el ¿por qué?:

«La movida fue que la madre de mi novia se metió en un lio, por despiste de información, con los de la 18, que controlaban mi barrio. No voy a entrar en detalles, pero la condenaron a muerte a ella, a mi novia y, bueno, pues siendo como son las maras, ya de paso a mí también. El caso es que, como yo conocía a algunos, logré hacer un trato. La cosa quedó en que yo trabajaría para ellos, y ellos perdonarían la vida de mi novia y de su madre. Aceptaron, al menos al principio. Estuve un tiempo haciendo de mensajero por El Salvador, llevando paquetes de un sitio para otro (Wilson no lo dice, no hace falta, pero ambos sabemos que lo último que llevaba en aquellos paquetes eran sellos de correos, o cromos del Real Madrid), pero no fue suficiente. Me dijeron que por mis servicios había salvado vidas, pero que la sangre iba a correr, sí o sí. Fuese como fuese, una vida se iba a cobrar».

Vale, uno nunca imagina, al oír hablar de las maras salvadoreñas, que se trate de monjitas comprometidas con la demonización del Satisfyer para la purificación del espíritu femenino, pero, vaya, apostar por reventar a todo el personal sin pestañear, pavoneando carnalmente aquello de pagan justos por pecadores, alcanza a ponerme ojiplático incluso a mí.

El caso es que, haciendo gala de su naturaleza de «el bueno de», Wilson ofreció su pellejo a este fin. Ya que se había liado un buen nudo gordiano, iba a ser él quien se encargarse de deshacerlo a la manera de Alejandro Magno; poniendo el cuello y recibiendo un tajo. Wilson me llega incluso a decir que le dieron «cita para su muerte», que visto de otra forma suena a excitante película de vaqueros, pienso en Sergio Leone o Corbucci, puede que Valerii en sus buenos tiempos, pero que aquí es el reflejo de un sistema enfermo, corrupto, donde los poderes fácticos y gubernamentales se dan cita en los bulevares del vicio y la degradación. Wilson afirma incluso: «Irónicamente, en El Salvador no se salva ni Dios. Yo he visto con mis propios ojos como las maras se financiaban por grupos de izquierdas y de derechas. No importa el traje, por dentro, todo son gusanos».

Creo…no es difícil deducir que Wilson, a pesar de tener un tíquet VIP en la carnicería de la 18, jamás acudió a su cita. Enfrentado a una realidad de la que, al principio de su heroico sacrificio, no fue consciente, decidió buscar otra salida. Esa realidad era su madre. Siendo él hijo único, y estando su madre sola, no podía condenarla a ver colgar el muerto de su vástago en pesadillas el resto de su, más que segura de haberse aplicado la condena, corta existencia.

Wilson urde un plan simple, pero genuino, a lo navaja de Ockham. Finge su suicidio, abandona el barrio, y se vuelve más católico que nunca rezándole al Jesusito de mi alma, Jesusito de mi corazón, porque no lo pillen. Ah, pero, así es la vida, no hay como querer encontrarse a alguien desesperadamente para sentirse más solo que un pedófilo encerrado en un hotel del Imserso, y, claro, Wilson, apostando los cuartos a su anonimato, pues se lleva un chasco y se cruza con alguna cara conocida. Por suerte no lo pillan, como quien dice, de milagro, pero las cosas no pueden seguir así, hay que revisar la estrategia. La solución; de nuevo simple, ancestral y dolorosa; poner tierra de por medio y largarse, corriendo como alma que lleva el diablo, a la vieja Europa. Una vez decidida la cartografía de su futuro, vía un familiar, Wilson tiene la suerte de poder caer en España. Y aquí está, luchando por un hueco en este extraño país que pertenece a todas las razas, mientras vengan con un fajo gordito y respingón de billetes por delante, cosa que, huelga decir, el bueno no tiene.

«Yo quiero volver a El Salvador», me confirma poco después de deshacer el nudo en el estómago que se le forma al recordar a su madre y todo cuanto dejó atrás, «aquí vivo tranquilo, pero me siento inadaptado, entre dos tierras. Insisto, no he decidido venir aquí, estoy aquí porque no tuve otra salida». La sumisión, Wilson, puede ser una emocionante forma de libertad y oportunidades, le digo con la esperanza de encauzarlo a una expresión más positiva. Mi tentativa no tiene grandes resultados. Wilson está jodido, y no hay quien le quite eso de la cabeza. Por otra parte, tampoco debería arrebatarse su desazón, quien se acomoda, en cierto sentido, se ha rendido a las circunstancias, y el bueno de Wilson no está dispuesto a echar tierra sobre sus heridas. Le gustan abiertas, discretas, pero presentes, recordándole que algún día podrá matar a quien debía ser, y convertirse en quien quiere ser.

Para terminar le interrogo sobre aquellos que lo condenaron. Al parecer, gente conocida, vecinos del barrio. Sorprendentemente, al preguntarle si les guarda rencor, él asume con inhóspita resiliencia (que alguien me pegue un tiro por haber caído, yo también, en el uso de ese maldito termino), el pobre contexto de sus potenciales asesinos. «Los jóvenes de las bandas son victimas de un sistema estatal que se enriquece con su desgracia. No les dan otra opción. O morir, o servir», lo miro, una vez más, incrédulo. «A ver», salta a colación de mi gesto, «tampoco digo que les vaya a dar un abrazo, existe cierto odio emocional que no puedo combatir, pero los entiendo. Ellos no son el problema, sino quienes hacen todo lo posible porque nada cambie».

Me despido de Wilson con un abrazo, ¿qué menos? tras este paseo por la hoguera de sus frustraciones, que alumbra dolorosamente sus momentos de soledad e introspección. El bueno de Wilson salvó el pellejo, que es lo importante y, por otro lado; la familia de su novia también está vivita y coleando, la churri, más de lo mismo, su madre; habla con ella con cierta regularidad, y la vieja le dice que no haga tonterías, que coma lentejas (o cómo lo digan las salvadoreñas) y que se abrigue. Él obedece. Madre no hay más que una, y de no ser por la suya, Wilson, sería ahora pupusa para las lombrices.

Veo a Wilson, un pequeño Cantinflas preñado de encanto, deslizarse a saltitos hasta desaparecer al final de la calle. Bah, me digo, por fin solo y consciente de cuanto me rodea: otro inmigrante cualquiera.

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