Ha pasado casi un mes desde que el Real Madrid consiguió su decimocuarta Copa de Europa. Sin embargo, aún soy incapaz de encontrar una explicación racional a este hecho. Todavía hoy parece imposible que un equipo que a principios de año no estaba ni entre los diez primeros favoritos para levantar la orejona y que continuaba su reconstrucción de plantilla, empezando por un nuevo entrenador, iba a ser capaz de eliminar a las que considerábamos “las máximas potencias del fútbol europeo”. Solo puedo sacar una conclusión; el fútbol es muy caprichoso.

Y es que, una vez más, el fútbol ha vuelto a poner el freno de mano a las ideas monopolísticas de aquellos clubes que siguen creyendo que la riqueza puede llegar a anteponerse a la grandeza. La historia no se compra. La historia se construye desde lo más profundo y partiendo de un principio de humildad, algo que brilla por su ausencia en estos clubes convertidos en Estados. Su opulencia económica les ha servido para acumular a los mejores futbolistas del mundo. No obstante, siguen careciendo de alma, algo de lo que el Madrid va sobrado.

Y, posiblemente, esta sea la razón por la que a unos les faltan dedos para contar sus Copas de Europa, mientras que a otros les sobran. El alma es lo que le ha dado al Madrid esta Champions. Y, en especial, el alma del Bernabéu. Esta ha sido la Champions de las remontadas. La Champions del madridismo. Lo que hemos vivido en los tres encuentros de vuelta en el Santiago Bernabéu es algo que traspasa lo sobrenatural. No hay forma de entenderlo. No hay manera de explicarlo. No hay análisis técnico que clarifique las razones del por qué de esta gesta. Simplemente hay que disfrutarlo, sin tratar de comprenderlo

El Real Madrid y el madridismo han demostrado este año el por qué de la leyenda. No hay estilo de juego ni superioridad futbolística capaz de superar al carácter, a la emoción, a la épica y al no rendirse nunca. Solo así se puede hacer posible lo imposible.

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