En este periodo estival España ha registrado tres incidentes extremadamente violentos, dos de ellos con resultado de muerte. En plena celebración del orgullo, nos despertamos y Samuel había sido asesinado por una turba que chillaba «maricón de mierda». Unos días más tarde una banda asestaba puñaladas mortales a un joven llamado Isaac tras meses de sufrir su acoso. Cerramos el mes de julio con otra paliza grupal sufrida por Alexandru, dejándole en coma irreversible. Ahora es septiembre y, con la vuelta al cole, me gustaría tratar el papel de la educación como componente cívico.

Llevando esto a terrenos personales, antes de que estos tres horribles acontecimientos sucedieran, tuve una conversación con un amigo. Este insistía con vehemencia que, si tenía hijos, él mismo les explicaría el bien y el mal. La escuela como mucho que les dote de conocimientos científicos. Yo decidí escuchar, a pesar de que mi estupor acrecentaba con cada mensaje que me llegaba. Yo rebatía, a pesar de que mis conocimientos en pedagogía y magisterio son escasos y espero no ofender a alguien con mis razonamientos. Me basé en mi capacidad de reflexión sobre la realidad social y mis nociones básicas de Derecho.

Mis argumentos se basaban en que esa visión de la educación escolar y la familiar como dos lugares separados es reduccionista. Si bien es cierto que en un colegio se puede aprender a derivar o a analizar sintácticamente, los valores que se enseñan en casa deben reforzarse allí. O incluso servir para rebatirse en casos que estos puedan ir contra valores democráticos. No se puede pasar por alto que vivimos en una sociedad diversa, teniendo que prepararnos para convivir. Por ello, para mí, es impensable dejar que un menor cultive ideas xenófobas o machistas con el único motivo de que «eso ve en casa» y que nadie puede entrometerse. Además, entre otros textos legales, nuestra Constitución habla de que la educación debe centrarse en el fomento de la defensa de los derechos fundamentales. Sin olvidar el libre desarrollo de la personalidad.

Es más, el binomio vivienda familiar-escuela va rompiéndose con la aparición de Internet y su sencilla accesibilidad. Los menores no son ajenos a los móviles inteligentes, a las redes sociales y a demás contenido web. Ya conocemos que puede ser dañino para ellos, puede haber alguien sentado al otro lado con la idea de dañarles o bien se acceda a contenido extremadamente violento. Incluso ellos pueden hacer alarde de una paliza a otro semejante en estos canales. Si en la institución se centran únicamente en aplicaciones para matemáticas o en paquetes básicos y en casa nadie controla su acceso, el caos está servido. Algo que reflejan los datos de menores con adicciones a videojuegos y apuestas en línea, sin ignorar el imparable fenómeno del ciberacoso. Es evidente la necesidad de intervención urgente, siendo responsabilidad de todos. No se acabarían aquí los deberes, la asignatura para septiembre (y con cuarta matriculación) son las fake news y su impacto en el pensamiento en formación.

A pesar de que haya una colaboración estrecha entre familia y escuela, las externalidades negativas van a seguir. Quizá en menor número. Sin embargo, la sociedad debe contar con las herramientas suficientes para considerarlo reprochable, rechazando esas conductas. Un ejemplo de ello lo hemos visto este fin de semana con la convocatoria de diversos actos contrarios a cualquier valor democrático y humano. La educación, sin duda, debe ir más allá de explicar la historia asépticamente sino buscar que algunos episodios no se repitan. En el final de un verano tan violento y con la vuelta al cole en su máximo apogeo, estas son mis conclusiones. Hoy más que nunca, debemos recordar que para educar a un niño es necesaria toda la tribu. Es lo único que quiero que quede presente de este artículo.

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