¿Qué ocurriría si se reprodujeran simultáneamente El Asesino (David Fincher, 2023) y El silencio de un hombre (Jean Pierre Melville, 1968) en dos escenarios distintos?

El Asesino de David Fincher ya disponible en Netflix”. Ante tal ansiada notificación, un padre de familia llama a gritos a su hija – aficionada al cine desde el “What’s in the box?” de Brad Pitt – y sin intercambiar apenas palabra se acomodan en el sofá. Extraen rápidamente Fassbender y asesino en serie de una sinopsis, y le dan al play con apasionada convicción.   

Simultáneamente, un cinéfilo empedernido – con su gabardina beige reposando sobre su butaca de la filmoteca – sonríe jubiloso cuando las luces se apagan y comienza la proyección de El silencio de un hombre (Le Samouraï, Francia, 1968). Es la tercera vez que ve a Alain Delon en su papel de sicario hierático, pero nunca puede rehusar a Jean Pierre Melville – aunque su favorita siempre será Círculo Rojo (Francia, 1970) -.

 

 

En el televisor se suceden las primeras imágenes. Una combinación de precisos planos detalle con otros generales en los que Fassbender aparece centrado en escena. Junto a un letrero que se cuela con el título de Primer Capítulo; lo que hace que la niña recuerde Kill Bill (Tarantino, EEUU, 2003) con mayor nostalgia. No es eso lo que llama la atención del padre – que más experimentado – atiende al uso del sonido. Y no solo por su morriña ochentera. La confrontación que aprecia entre los planos objetivos (en los que apenas percibe la música) y los subjetivos (en los que The Smiths inundan la escena con Well I Wonder) le hace pensar en la presunta perfección del killer, y esa inteligencia de Fincher le esboza una sonrisa.

Al mismo tiempo, silencio en la filmoteca. El cinéfilo mira, también nostálgico, un plano fijo inicial de Alain Delon fumando silencioso en una habitación sombría. Solo un pájaro pía tímido encerrado en su jaula, y ante el simbolismo minimalista de Melville, el cinéfilo recuerda cuando leyó en Diario 16 que el periquito – que pide auxilio – representa la angustiosa soledad del personaje.

 

 

El agotamiento del padre ante una voz en off repetitiva, es cuestionado por su hija, que ha leído que la película está inspirada en una novela gráfica. Y para la sorpresa de su progenitor, alega con criterio que “la calculada minuciosidad de un montaje de lo más fincheriano – sumada al continuo mantra del protagonista – dibuja una atmósfera de obsesiva perfección. Lo que retrata la psicopatía por encima de la triste soledad”. Se cavila sobre ello en la taciturna filmoteca. El cinéfilo enumera en su mente las decisiones de Melville para recrear la aflicción de Delon. Los colores fríos de las calles parisinas por las que transita en silencio, perseguido por una cámara temblorosa en prolongados travellings, y siempre con una expresión facial inalterable. “Todo para encerrar al samurái en su propia jaula de eterna melancolía”, piensa.

Y al fin llega la escena que siempre lo ha cautivado. Un plano medio de Delon y su amante fundidos en un abrazo cohibido, con un tenue y certero acompañamiento musical. No encuentra una mejor manera de reflejar la naturaleza del sicario, que rechaza – por fidelidad a un extraño pacto con la muerte – el amor y su propia humanidad. Y es esa misma humanidad la que agrada a la niña en el sofá. Pues, inmersa en un escenario que ya había visto en otra de Fincher – y gracias a una resolución tan clásica como funcional de planocontraplano – comprende las decisiones de un Fassbender agotado. El padre comenta que el final fácil a veces es el más acertado. Y de nuevo atónito, escucha la última reflexión de su hija: que ya se atreve con un paralelismo entre los tiroteos desde distintos ángulos de Peckinpah; y el montaje de Fincher en la secuencia más violenta del filme.

Así pues, mientras el cinéfilo reproduce a la salida “This is The Smiths en Spotifycon satisfacción; el padre – feliz de compartir pasiones en familia – recuerda a aquel samurái tristón de Jean Pierre Melville. 

 

 

 

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