El pasado viernes fallecía en el castillo de Windsor el príncipe Felipe, duque de Edimburgo y marido de la reina Isabel II del Reino Unido, uno de los últimos supervivientes de la Vieja Europa

“Con profundo pesar, su majestad la reina anuncia la muerte de su querido esposo, su alteza real el príncipe Felipe, duque de Edimburgo”. Así se hacía conocer la muerte del príncipe Felipe a los 99 años el pasado viernes 9 de abril, quien había sido operado del corazón el pasado mes de marzo.

Infancia apátrida

De ojos mentolados y rubio sin parar, tuvo una infancia muy complicada. Nació en la isla griega de Corfú en 1921 y fue el último y único hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca y de la princesa angloalemana Alicia, además de ser nieto del rey Jorge I de Grecia. A la edad de un año, tuvo que huir de su país por la guerra greco-turca (1919-1922) y lo hizo en una caja de frutas a bordo del buque de guerra británico Calypso.

Pasó su infancia y adolescencia entre París, Alemania y Londres, donde se educó. Cuando tenía 7 años ingresaron a su madre en un sanatorio de Suiza debido a su esquizofrenia, su padre se fugó a Montecarlo con su amante y sus cuatro hermanas mayores se casaron con aristócratas alemanes, quedándose solo.

Con 18 años se unió a la Royal Navy, sirviendo durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Ese mismo año conoció a su prima lejana Elizabeth, quien tenía 13 años y quien acabaría siendo su esposa durante 73.

Siete décadas caminando tras Isabel II

A pesar de que sus hermanas se casaran con nazis, en 1947 el rey Jorge VI del Reino Unido permitió que Philip se casara con su hija, la heredera al trono británico (y al indio por aquel entonces), renunciando así a su título de príncipe de Grecia y Dinamarca -concedido por nacimiento- para ser nombrado duque de Edimburgo, conde de Merioneth y barón de Greenwich.

Con la coronación de cabbage (repollo, como apodaba domésticamente a Isabel II), comenzó un periodo como consorte en el que nunca se llegó a sentir del todo a gusto y tuvo que aceptar que su mujer sería siempre la protagonista. No consiguió que sus dos hijos mayores llevaran su apellido (Carlos y Ana), pero sí sus dos hijos menores (Andrés y Eduardo).

“Toma la jodida foto de una vez”

Caracterizado por su lengua afilada y por ser políticamente incorrecto, sus salidas de tono eran conocidas por todo el mundo: al presidente de Nigeria, ataviado con el atuendo tradicional de su país, le aseguró que “parecía listo para irse a dormir”. A unos estudiantes británicos en China, les aconsejó que no se quedarán demasiado o volverían con “los ojos rasgados”. En el Instituto de la Mujer de Escocia, aseguró que las mujeres británicas no sabían cocinar. A un viajero que hizo escala en Papúa Nueva Guinea, le preguntó que “cómo se las había apañado para que no le devoraran los lugareños”.  A los fotógrafos del 75 aniversario de la batalla de Inglaterra, les sugirió entre risas que tomaran “la jodida foto de una vez”.

Representante de la Vieja Europa

Felipe era de esos a los que el corazón les bombeaba sangre azul a montones. Tataranieto de la omnipresente reina Victoria, pertenecía a la añeja casa de Glücksburg, al igual que los actuales reyes de Dinamarca, Noruega y Grecia, así como la reina Doña Sofía. Tal era esta enrevesada mezclas de sangre que el duque de Edimburgo poseía, que en 1993 se utilizó su ADN para identificar a los cuerpos de los Romanov, últimos zares de Rusia asesinados en 1918 por los bolcheviques.

El príncipe Felipe se va en uno de los peores momentos. Tras la entrevista que su nieto, el príncipe Harry, y Megan Markle (que no acudirá al funeral por motivos de su embarazo) concedieron a Oprah Winfrey y en la que acusaron de racistas a la familia real, la reina Isabel II se enfrenta “sola” a la mayor crisis de la casa real británica tras la muerte de Lady Di.

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