La exposición Marinas de Gerhard Richter, en el Museo Guggenheim Bilbao, genera una serie de paradojas, tanto formales como culturales, que la hacen una hija extraña de su tiempo. Al mismo tiempo que se rinde homenaje a un género pictórico en desuso, el paisajismo, se ponen en tela de juicio algunos de los roles clásicos de la institución museística. Además, una muestra de lienzos de sublimes vistas marinas connota, en nuestros tiempos, un acto, si no de crítica, al menos de reflexión sobre nuestros modos de fotografiar los lugares que habitamos.

El museo de arte es una institución que, más allá de publicitar y exponer a aquellos artistas y corrientes estéticas que se consideran relevantes por un consenso bastante impreciso, encierra entre sus paredes una tipología muy especial de intemporalidad. Nótese el in- en lugar del a- en esta palabra:  la institución museo se encuentra suspendida entre el pasado que fundamenta su razón de ser —el archivo de las obras de arte para el disfrute estético de los espectadores actuales— y el presente de su labor comisarial e investigadora como termómetro de “lo que está pasando”. El museo no es ajeno a su tiempo, no lo ignora, pero no deja de mirar hacia atrás y su visión del futuro está siempre supeditada a un presente de difícil acceso. Así, las obras entre las que el paseante del museo se sumerge como en un viaje sideral deberían contarnos un relato poético e histórico del arte de, aproximadamente, los ocho últimos siglos, para darnos una idea de “cómo hemos llegado hasta aquí”.

Esta atmósfera de confusión se identifica mucho mejor en un centro de arte contemporáneo que en una pinacoteca clásica. Las más de las veces, una visita a un espacio cultural de esta laya precede o antecede a otras actividades, englobadas todas ellas en un viaje vacacional maratoniano. Además, en muchas ocasiones uno no sabe por dónde empezar el recorrido, ante la cantidad de salas y exposiciones que se ofrecen, por la falta de señalización orientativa o, por el contrario, a causa de un exceso de guía y de interpretación institucional de las obras.

Podemos decir que visitar un museo no es tan fácil como parece a simple vista. O al menos no se encuentra al nivel de exigencia cultural y tecnológica que conlleva, por ejemplo, sacar una foto con el teléfono móvil. En este sentido, me gustaría destacar una exposición que se encuentra abierta actualmente y que crea unas tensiones formales y artísticas lo suficientemente curiosas como para dedicarles unas líneas. Me refiero a la muestra “Marinas” de Gerhard Richter, organizada por el Museo Guggenheim Bilbao.

Este reputado artista alemán ha sido considerado tanto por la crítica y la academia como por el público como una de las figuras clave del arte contemporáneo en general y de la pintura en particular. Para la posteridad quedan sus obras fotorrealistas, muchas veces desgarradas por manchas y pinceladas de colores muy contrastados que rompen con ese trabajado ilusionismo. Lo que aquí nos interesa abordar es, en concreto, su trabajo en el género paisajístico, motivo iconográfico que alcanzó su plenitud durante el Romanticismo de finales de siglo XVIII y la primera mitad del XIX, jalonado por una serie de pintores germanos que son hoy las cabezas visibles de esta corriente en toda historia del arte que se precie.

A la hora de entonar una crítica o acometer un análisis de los paisajes de Richter, podemos distinguir dos vertientes bastante marcadas. Una de corte historicista, que para mientes en una supuesta herencia formal legada por Caspar David Friedrich y recogida por Richter como una suerte de guardián de las esencias del romanticismo alemán; y otra de índole posmoderna, que caracteriza estas obras como una experimentación en las fronteras ontológicas de la pintura y la fotografía. Sobre la primera apreciación diremos que su foco se limita a alumbrar ese relato histórico que señalábamos antes, buscando unas conexiones entre pasado y presente, entre leyendas pretéritas e iconos actuales.

Esto es, uno de los cometidos principales de un museo: trazar una línea positiva de progreso que facilite la interpretación del sentido diseñado por el centro artístico. Sin embargo, el segundo comentario nos resulta más problemático: el paisajismo, y la pintura en general, no es que entrasen en crisis (en un primer momento lo hicieron) a partir de la invención de la fotografía, sino que se vieron obligadas a representar la realidad de otra forma, o a buscar otras realidades que representar. ¿Ha sobrevivido este género al marasmo de la imagen omnipresente y democratizada de las redes sociales, los teléfonos móviles y el turismo de masas?

Tal y como explica el museo en sus textos introductorios, “una marina de Richter es mucho más que una representación del mar; es una invitación a la contemplación de una ilusión que quiebra las reglas de la naturaleza, para hacerla más bella, más sublime y, sobre todo, perfecta”. Siguiendo por esta línea, se llega a una conclusión rápida: Richter busca, a través del trazo hiperrealista, alcanzar un más allá de lo sublime: lo sublime ilusorio. Si bien tanto la obra de Friedrich como la de Richter nos enfrentan a lo sobrecogedor de la naturaleza, la escala monumental de los cuadros del romántico se hace evidente a partir de la figuración humana que introduce en ellos, mientras que, en los paisajes de Richter, el propio espectador externo se convierte en la referencia que permite deducir la escala de sus marinas.

En Friedrich hay tierra a la que aferrase, con lo que la presencia del ser humano se potencia, al ser casi el centro mínimo de todos los elementos naturales. En la mayoría de sus obras más memorables y conocidas, esos pequeños personajes nos sitúan ante la vista de una vista, una perspectiva sesgada que nos impide sublimarnos ante el paisaje: somos espectadores, no actores, de una experiencia estética ajena.

Las Marinas de Richter nos colocan en una paradoja muy hija de su tiempo: como señala Dietmar Elger, “existe la tentación de interpretar la pintura de Richter como un intento de investigación crítica sobre la fotografía como medio problemático para con la experiencia de la realidad” (2012:18). Así, sus fotografías pintadas connotan la presencia de un fotógrafo implícito móvil: la imagen suele estar desenfocada, el encuadre no corresponde a una perspectiva idónea matemática. Mediante la técnica del arrastre, de un violento a la par que sutil sfumato, el lienzo adquiere esa fisicidad que incrementa aún más ese “algo estuvo ahí” de la instantánea.

Pero, ¿qué pasa cuando la imagen es de un mar? ¿Quién y desde dónde se ha tomado la fotografía? Su gran pirámide de 1966 es quizás el paisaje fotorrealista más radical de los que jamás haya pintado. El desenfoque es total y muy grueso, el blanco y negro es un índice de antigüedad, algo que suele dar un efecto-verdad más fuerte. Richter se vale de las estrategias persuasivas de lo documental para su pintura, para los paisajes, uno de los géneros más metafísicos y románticos de la historia del arte. En las marinas, esa perspectiva idónea que se convirtió en la norma simbólica y representativa de gran parte de la estética occidental, prima sobre sus otros paisajes. Aún así, persiste la sensación de presencia, de que alguien en algún momento se paró ante esa naturaleza y decidió guardarla para sí.

En palabras de Elger, “mientras que la representación fotográfica siempre acentúa la transitoriedad, fijando una situación o evento en su propio tiempo, una pintura forma parte también de una tradición que trasciende cualquier individualidad, convirtiéndose en algo eterno” (2012:25). Trayendo esta idea a la obra de Richter, sus marinas, fotos pintadas, aúnan esa fijación del presente con una trascendencia a futuro. Estos cuadros significan una falsa idea de inmediatez que nos arroja a la mirada ese síndrome Instagram, un voraz virus que todo lo fotografía, que todo lo atrapa, sin apenas contemplar, y con la presencia humana casi como condición imprescindible.

Como en todo hiperrealismo, ya sea pictórico, escultórico o cinematográfico, se corre el peligro de tirar piedras sobre su propio tejado. Tal y como su propio nombre indica, si se intenta superar la primacía del “en vivo”, si se ansía ser más real que lo real bruto, se incurre en lo irreal y, quizás, en el engaño. Aquí es donde el fotorrealismo de Richter cobra importancia, aún más en una exposición en 2019, con todo lo que ello supone. Frente a la ideología dominante de este movimiento surgido en los años setenta del pasado siglo, Gerhard Richter propone un ilusionismo consciente de su medio, hasta el punto de que la propia técnica va en contra de sí misma. Este trabajo no es una demostración de técnica cuanto una interrogación sobre el paisaje, una cuestión que parece discutir la sobreexposición de la naturaleza a ser representada, y nuestro lugar en la era digital y de las redes sociales.

Dicho lo cual, la entrada en la pequeña sala que acoge estas vistas acuáticas puede servirnos para ilustrar este oasis generado por la institución museística. En el extremo opuesto de la muestra clásica, el Guggenheim Bilbao ha dado cobijo a 17 piezas muy particulares en un espacio no menos singular. Se trata de una de las estancias utilizadas habitualmente para la colección permanente, de arquitectura circular, residencia de la última marina de la serie de 1998, acompañada actualmente por sus hermanas mayores. Este último paisaje quizás da la impresión de ser el que más cercano está de la orilla, como si aquel que saca la fotografía se alejase del interior del océano, y a la vez del género. Es también la que menos proporción de agua tiene en el marco. Esta marina, la última que pintó, es la más realista de todas, el lienzo que, de ser una verdadera fotografía, cualquier visitante podría haber tomado en sus vacaciones.

Se antoja bastante improbable que Richter pinte con el orgullo y el deseo de recibir y mantener a buen recaudo la herencia de los románticos alemanes.  Más allá de este tópico, extraemos la gran diferencia entre ambos: en estos cuadros no sale nadie, la perspectiva parece ser la de nadie, lo sublime deshumanizado. Al contrario que Friedrich, quien ofrece una perspectiva ideal y extraña. El paisaje del mar o del lago es la imagen última, de paz y de muerte, de soledad, es el destino-desembocadura del agua de verano, el salvapantallas de un turismo en vías de extinción.

Esta farsa fotográfica parece atrapar (o haber sido atrapada) en las antípodas de la representación actual que todos hacemos con nuestros móviles: es necesario y conveniente que salga alguien, nosotros o los que se encuentran cerca; o al menos las huellas de que ese alguien está disfrutando del lugar. Si la naturaleza es “la antítesis total de nosotros mismos, absolutamente inhumana” (2012:65), Richter se presenta como el enemigo del fotógrafo amateur: aquel que busca la soledad y el goce para sí mismo mediante la ausencia de uno mismo. Para colmo, las marinas de Richter, al igual que todas las obras del Guggenheim, no pueden fotografiarse. No podremos subir la imagen a nuestras redes (a no ser que lo hagamos a escondidas). Solo nos quedará pararnos ante estos marcos, disfrutar de las vistas, y pensar en unos segundos a quién, cómo y desde dónde tomaremos nuestra próxima instantánea. 

Gerhard Richter. Lanscapes (edited by Dietmar Elger). (2012). Ostfildern: Hatje Cantz:

-Elger, Dietmar. «Landscape as a model».

-Bätschmann, Oskar. «Landscapes at One Remove».

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Un comentario en «Desembocaduras de la imagen: Richter, Instagram y nosotros»

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