Febrero ha sido un mes ligero ante la intensidad del primero. Sin embargo, siempre me ha parecido un mes de transición, un silencioso puente entre el helado enero y la ansiada primavera, una parada más de ese tren que nos lleva de una estación a otra.

Dicen que los trenes albergan historias y a mí me gusta pensar que la mayoría de ellas comienzan entre sus raíles. Al menos, esta columna de febrero empieza en uno de ellos.

El otro día, sentada en un vagón, escuché a una chica decir que le “da miedo el silencio”. Siento la indiscreción, pero mi atención se alejó de la música que estaba escuchando y se posó en ella. “No me gusta el silencio porque me quedo sola con mis pensamientos y eso me asusta”. Tras ello, las puertas del tren se abrieron y, tanto ella como su acompañante bajaron del tren. Imagino que siguieron la conversación, pero el tren ya estaba de nuevo en marcha, y yo demasiado lejos para saber qué le contestó.

A veces me doy cuenta de que vivimos en un estado de alerta continua, siempre enredados entre música, podcast, vídeos o redes sociales. De este modo, nuestra atención viaja constantemente entre pantallas, buscando en ellas la distracción o una efímera evasión que nos aleje del tiempo o de nuestra propia realidad. Bebemos los contenidos de manera tan ansiosa, que nuestro cerebro se ha acostumbrado a una sed de estímulos e información sin límites. Y es que, el espacio ya no es barrera cuando la famosa “nube” puede albergar la eternidad con un solo clic.

La tecnología nos ha dado acceso a un sinfín de oportunidades y ha hecho posible que las comunicaciones a distancia sean más fructíferas que nunca. Sin embargo, el efecto rebote emerge cuando las bondades tecnológicas hacen peligrar la propia conversación con uno mismo. Poco a poco, hemos ido destituyendo el silencio por otros estímulos que mantienen nuestra mente ocupada.  En cierta forma, resulta cómodo, pues nos evita poner nuestra atención sobre nosotros mismos y nuestras vidas. Es mucho más fácil vivir con el piloto automático encendido.

Sin embargo, hay momentos en los que el silencio es inevitable y puede irrumpir en nosotros con una fuerza inesperada. Por eso nos da miedo, porque nos hace pensar. Una vez leí una frase del filósofo Bertrand Russell que decía que “el ser humano teme al pensamiento más de lo que teme a cualquier otra cosa del mundo, más que a la ruina, incluso más que a la muerte”. Y es que, quizás, lo que verdaderamente nos asusta es enfrentarnos a nosotros mismos y darnos cuenta de aquello que tratamos de esconder tras las prisas y la rutina.

Termino estas líneas y este mes, de nuevo, en otro tren. Observo el atardecer tras la ventana y una sensación de silencio me rodea. El vagón no está vacío, pero, casualmente, hoy apenas se escucha nada.

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2 comentarios en «Febrero, los trenes y el silencio»

  1. Cómo siempre Rocío con tu relato nos trasladas a una realidad que creemos efímera y que nos hace meditar sobre el poder del silencio. Gracias.

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