La muerte es el más incómodo de los tópicos literarios. Si bien hay algunas experiencias positivas al respecto (Son famosas las últimas palabras del reverendo Cotton Mather: “¿Esto es morir?, ¿esto es todo? (…) oh, ¡puedo soportarlo!”), lo cierto es que morir suele ser un broche amargo a la vida. En el caso de George Floyd es difícil imaginar que hubiese algo más allá de la angustia, el miedo y el dolor. Para George, el final fue una mitad del rostro aplastada contra el asfalto ardiente y la otra contra una rodilla uniformada. Fue el aliento escapándose, el pecho a punto de explotar. Fue una sola frase, suplicante y desatendida: “I can’t breathe”.

La muerte de George es, ante todo y por encima de todo, una tragedia de dimensiones personales, el fin de una vida. Pero también representa algo más. Su muerte es el ejemplo terrible de la sistemática opresión que la población afroamericana lleva sufriendo desde que en 1619 las costas de Virginia vislumbraron el primer barco negrero, una opresión que continua muy presente hoy en día. La discriminación racial forma parte del ADN de EEUU, lo impregna hasta los huesos. En 1776, el mismo año en el que el congreso continental proclamaba la independencia de las trece colonias en Filadelfia, J.F Blumenbach publicaba su De generis humani varietate nativa, donde establecía una clasificación jerárquica de las razas con el hombre blanco en la cúspide, y Adam Smith sentaba las bases del liberalismo con La riqueza de las naciones. Estos tres acontecimientos son muestra de la efervescencia política y de pensamiento de la época, y señalan además el sustrato intelectual y moral sobre el que se fundaba la incipiente nación estadounidense. Las pomposas proclamas de libertad de los padres fundadores se extendían hasta donde llegase la palidez de la piel de los habitantes del nuevo país, lo cuál no es de extrañar teniendo en cuenta que muchos de ellos eran esclavistas.

Con unos cimientos torcidos, no es de extrañar que la vida de los negros en EEUU haya sido y sea sinónimo de discriminación y pobreza, y hasta hace bien poco también de esclavitud. Pese a separarse de Gran Bretaña en busca de una supuesta República de ciudadanos iguales, la esclavitud se abolió en EEUU sesenta años más tarde que en su antigua metrópoli, y sólo lo hizo tras una sangrienta guerra civil. El fin de la esclavitud, además, ha estado lejos de suponer el de la discriminación racial. De iure, el fin de la misma llegó tras la abolición de las infames leyes de Jim Crow entre 1964 y 1965, acabando con la segregación en espacios públicos y otorgando el derecho a voto. De facto, la discriminación sigue muy presente, la muerte de George es prueba de ello.
Es esta otra discriminación, mucho más insidiosa y difícil de erradicar, la que quiero denunciar en este artículo, pues es una que resiste el paso del tiempo y toda legislación progresista, es una que muchas veces que se transmite de padres a hijos, de generación en generación. Esta discriminación es, simple y llanamente, el racismo.

Si bien es cierto que el racismo está lejos de ser unidireccional (cualquier persona de cualquier raza puede sufrir racismo), lo cierto es que el desprecio histórico de los blancos estadounidenses hacia los afroamericanos sólo encuentra rival en su duración, intensidad y nefastas consecuencias en el antisemitismo. Con el antisemitismo también comparte un entramado pseudocientifico destinado a justificar cualquier desmán cometido contra las personas a las que va destinado, sean judías o negras.

Blumenbach no fue el primero en realizar una clasificación racial (sus trabajos son una continuación de los de Linneo), aunque quizás la suya sea la que goza de una mayor influencia histórica (el término caucásico, acuñado por Blumenbach para designar a la población blanca, establecía que estos eran los habitantes más hermosos de la tierra). La compartimentalización de los individuos en razas ordenadas jerárquicamente es una constante en la literatura científica que se ha prolongado a lo largo de tres siglos. Desde las mediciones craneométricas de George Morton (desmontadas de forma magistral por Stephen Jay Gould en La falsa medida del hombre) hasta los aparentemente más sofisticados, pero igualmente sesgados, análisis sobre el CI de The Bell Curve (1994, Herrnstein y Murray) o las cábalas genéticas de Una herencia incómoda (Nicholas Wade, 2015).

Los métodos son distintos, pero las motivaciones, más o menos disimuladas, son las mismas: permiten justificar la miseria de los afroamericanos (y en realidad de los pobres en general) en base a una maldición congénita. Si los negros son más pobres, están más perseguidos por el sistema judicial y en general tienen estándares de vida significativamente inferiores a los de los blancos, el motivo no es una opresión mantenida hasta hace apenas sesenta años, sino su ineptitud natural.

Lo cierto es que los tests de CI de una población determinada mejoran paralelamente a la mejora de la nutrición o la educación recibidas (el conocido como efecto Flynn), y aunque es cierto que los afroamericanos cometen una cantidad de crímenes superior a la que les corresponde por su porcentaje en la población, lo hacen por ser más pobres, y no por ser negros (si eliminamos el factor económico, las tasas de criminalidad se igualan: “Poor urban blacks (51.3 per 1,000) had rates of violence similar to poor urban whites (56.4 per 1,000), Bureau of Justice Statistics.) Las razones históricas por las que los negros son más pobres de los blancos creo que no requieren una explicación extensa por mi parte.

El debate académico y estadístico puede ser fascinante, y sus consecuencias son innegables (los tests de CI fueron uno de los motivos principales para la segregación escolar en EEUU), pero lo cierto es que en el día a día de los afroamericanos sólo caben las consecuencias desagradables. Las tasas de consumo de drogas son similares entre afroamericanos y blancos, pero los afroamericanos tienen seis veces más probabilidades de ser detenidos por ello, por el mismo crimen sufren sentencias un 20% más largas, además tienen menos posibilidades de acceder a un trabajo dentro de sus cualificaciones académicas y más del doble de posibilidades de ser asesinados por la policía.

Es esta última circunstancia la que más inflama las pasiones de los afroamericanos, para los que muchas veces la visión de un policía genera más miedo que alivio. Es difícil olvidar asesinatos tan escalofriantes como los de Tamir Rice, de doce años, asesinado a tiros por un policía, o el de Ahmaud Arbery, disparado en la espalda mientras hacía footing. Los ejemplos individuales exponen con la fuerza de lo personal el drama afroamericano, y la estadística, aunque más fría, no es menos demoledora: 1 de cada 1000 afroamericanos morirán a lo largo de su vida a manos de la policía.

Las recientes movilizaciones en EEUU son el reflejo de esa rabia e impotencia, rabia por las vidas perdidas, por los siglos de esclavitud primero y de segregación después, por el hecho de que un ciudadano negro tenga que tener una vida considerablemente más dura por el mero hecho de ser negro, cualesquiera que sean sus méritos y aptitudes personales. Es cierto que hay incidentes que están empañando las manifestaciones, que nada excusa el saqueo ni el incendio de comercios, pero si bien la triste historia de los afroamericanos no condona estos hechos, es
inevitable entender la rabia y la frustración de una parte de la sociedad americana que está cansada de poner siempre la otra mejilla. Es difícil ser optimista, pero me gustaría pensar que la muerte de George Floyd puede ser el punto de inflexión que obligue a la sociedad estadounidense a afrontar una de sus realidades más desagradables, la de que en “la tierra de la libertad” a muchos afroamericanos, como a George, les cuesta respirar.

En momentos caóticos, resulta imposible no encontrar consuelo en los referentes de nuestro pasado. El título de este artículo es un homenaje doble; por un lado, a La falsa medida del hombre, el libro de S.J. Gould, del que este artículo bebe profusamente, y por otro a las palabras que originalmente iban a dar nombre a ese libro. Las escribió Charles Darwin en su viaje del Beagle, tras observar la esclavitud de primera mano al cruzar el Atlántico. “Aquellos que sienten simpatía por el amo y frialdad de corazón por el esclavo, no parecen ponerse nunca en el lugar de este último” -escribe Darwin- “si la miseria de nuestros pobres no es causada por las leyes de la naturaleza sino por nuestras instituciones, cuán grande es nuestro pecado.”

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